Desde que la Virgen María decidió dibujarse en el humilde ayate del indio de Cuautitlán, el 12 de diciembre de 1531, le regaló a México el más grande estandarte de fe cristiana, único en el mundo de la religión católica: su advocación en la imagen de la Virgen de Guadalupe. No existe en el territorio nacional, otro día como el 12 de diciembre, no hay en nuestra historia patria una celebración que se le compare. Es la fiesta nacional de mayor arraigo, la más antigua y emotiva. Atinadamente el historiador alemán, Richard Nebel, nos dice que mucho tiempo antes de adquirir conciencia de la configuración de un “pueblo mexicano”, los mexicanos ya tenían conciencia de ser “hijos de Guadalupe”. El mexicano se identifica con ella en una relación íntima, la lleva con él y ella lo protege, porque es la madre de la familia mexicana.
Es la ocasión en que todo el pueblo se organiza en torno a una imagen que lo identifica, que le ha dado sentido de patria. Desde su milagrosa aparición en el cerro del Tepeyac, nunca se ha ido del corazón de este orgulloso pueblo mestizo. Durante la Nueva España fue el vínculo de unión entre españoles, criollos e indígenas, durante la guerra de independencia fue su bandera de lucha y durante la etapa de pueblo independiente ha sido la imagen a quien se acude, para encontrar el camino del bien común.
Las apariciones de la Virgen de Guadalupe están narradas en el documento conocido como Nican Mopohua. Para el escritor Miguel León-Portilla, el Nican Mopohua es una muestra extraordinaria, una joya de la literatura náhuatl del siglo XVI, mientras para estudioso de los documentos guadalupanos, Ernesto de la Torre Villar, el texto, cuya autoría se atribuye al indio sabio Antonio Valeriano, no es otra cosa que la tradición misma, amplia, continua y uniforme, que se iba pasando de generación en generación, y que quedó jurídicamente grabada en las informaciones de 1666, el documento más importante sobre la historia del acontecimiento guadalupano.
La fe en la imagen de la Virgen de Guadalupe es de todos los tiempos, es un movimiento social que ha crecido con el transcurrir de los siglos. Ella ha logrado lo que parecía imposible: hacer realidad el sentido de la igualdad, palabra escrita en múltiples leyes, textos y discursos políticos, sin ir más allá de una expresión demagógica. En su templo, en su iglesia, desde el primer día de su presencia juntó al culto con el ignorante, al fraile español con el humilde indio de Cuautitlán; los igualó en valor y trato, tal como lo hacen las madres con los hijos.
Las crónicas de su fiesta, del día de su celebración con misa y oficio propio, no dejan duda de su condición de madre justa; a su iglesia, desde la más grande y hermosa, como lo es la Insigne y Nacional Basílica de Santa María de Guadalupe, hasta la capilla más humilde y sencilla colocada en una esquina, al interior del mercado o en una base de taxis, acuden todos por igual, el rico, el pobre, el pordiosero, el que va en busca de su perdón, de su consuelo; nadie es más que el otro, todos valen lo mismo ante su piadosa imagen.
En 1531, en el traslado de su imagen a la primera ermita, tuvo el acierto de hacer caminar juntos a los indios, entre ellos los de Cuautitlán, a los frailes mendicantes, encabezados por obispo Zumárraga —que iba descalzo de pie y pierna— y a las máximas autoridades venidas de España a gobernar lo que llamaron el virreinato; todos convocados por la Virgen del Tepeyac que había ordenado a Juan Diego comunicar al obispo que ahí, en ese cerro seco y árido, quería que le construyera su templo, su casa, la casa común del pueblo mexicano.
Largo ha sido el trayecto que la Virgen Morena ha caminado en compañía de su pueblo creyente. Incluso, a veces ha tenido que superar posiciones llenas de complejos, que pretenden negar su decisiva presencia en la historia de este noble país. Según lo ha estudiado el padre y doctor en historia, Gustavo Watson Marrón, instalada la Nueva España, arzobispos y virreyes convirtieron el culto a la virgen en un punto fundamental de su actividad en México, realizando obras y acciones de evidente fervor guadalupano.
Es significativo que la toma del bastón de mando de cinco virreyes haya sido en la Villa de Guadalupe, así como otros al terminar su mandato pasaban a despedirse de la virgen. Todo ello demuestra como la imagen de Guadalupe estaba afianzada en el corazón tanto de la clase política como en la de la población del virreinato convirtiéndolo en el centro propulsor de su vida eclesial y social, y en un punto de convergencia y unión entre los distintos componentes sociales de la población. El primer caso se presentó en 1779, con el virrey Martín de Mayorga y, el último, fue el 4 de enero de 1803, con el virrey José de Iturrigaray.
Aunque algunos libros de historia lo pasen por alto, tal vez por el ejercicio de un liberalismo mal entendido, es completamente verídico que iniciada la guerra de independencia, el culto público a la Virgen de Guadalupe y el entusiasmo de las masas populares casi obligaron al cura Miguel Hidalgo y Costilla a izarla como bandera. De hecho, Altamirano menciona que en las banderas de la revolución se escribió el lema: “Viva la religión. Viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII. Viva la América y muera el mal gobierno”, pero el pueblo, mayoritariamente indígena, que se agolpaba a seguir esta bandera, simplificaba la inscripción gritando solamente: “Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines”. Para fortuna de aquél valiente como improvisado ejército la imagen fue el código, la bandera, que movió al pueblo hacia su independencia.
Lograda la independencia en 1821, Iturbide, coronado ya emperador, se apresuró a rendir homenaje a la virgen y creo la Orden Imperial de Guadalupe, el 20 de febrero de 1822. En ese mismo año, también se formó la agrupación denominada los Caballeros de Guadalupe. Al caer Iturbide depositó su bastón de mando en el altar de la virgen. Acto seguido, y confirmando la veneración a la santa imagen, el primer presidente electo de México cuyo nombre de pila era Félix Fernández, lo cambió al de Guadalupe Victoria. La razón resulta obvia.
En 1828, los españoles quisieron impulsar un movimiento de reconquista de México, pero fueron derrotados y sus banderas capturadas fueron dedicadas a la virgen, por el presidente Vicente Guerrero. Por si algo faltara para demostrar la impactante presencia de la devoción guadalupana, la batalla del 5 de mayo de 1862 tuvo lugar en el cerro de Guadalupe; ahí se agrupó el ejército defensor de la patria en lo que se conoce como el fuerte de Guadalupe.
Todavía un dato más. A la llegada del príncipe Maximiliano Habsburgo, traído a México para ser emperador una vez que fracasó la República, antes de entrar a la ciudad de México decidió primero visitar el santuario de la virgen. Según la crónica de aquél tiempo, la misma emperatriz Carlota quedó conmovida por lo que le pareció una linda imagen. Y quién no recuerda aquél primero de diciembre de 2000, cuando Vicente Fox Quesada, primer presidente de México que hizo posible la alternancia política en el Poder Ejecutivo Federal, después de setenta años de dominio de un solo partido, acudió a encomendarse a la virgen en la Basílica de Guadalupe, antes de asumir la conducción de la República.
Si alguien ilustró, de manera brillante, la importancia del 12 de diciembre en la vida socio-cultural de México fue Ignacio Manuel Altamirano, periodista e intelectual liberal. En 1884, escribió un ensayo titulado “La fiesta de Guadalupe”, ahí, con palabras sencillas, definió que si hay una tradición verdaderamente antigua, nacional y universalmente aceptada en México, es la que se refiere a la aparición de la Virgen de Guadalupe. Ella ha dado origen al culto más extendido, más popular y más arraigado que haya habido en México desde el siglo XVI hasta hoy, y hecho del santuario del Tepeyac, el primer santuario de nuestro país… Es tan nacional que no hay en la República ciudad grande o pequeña, aldea o villorrio que no la celebre con grandes fiestas, ni mexicano, por ignorante que sea, que no la conozca.
Este es el México que ha crecido al lado de las apariciones de la virgen, esto es lo que el pueblo comparte en igualdad, con amor y con fe. La basílica, la villa, estará llena de fieles y de esperanza; mientras la casa de San Juan Diego, ubicada en Cuautitlán, será visitada por miles de creyentes de su diócesis y de otras partes del país, dando continuidad a su tradición oral, herencia presente de su pasado prehispánico. Ojalá que las oraciones de todos apoyen el rescate y decoro de este santo lugar. El pueblo de San Juan Diego ya lo está haciendo.