Hubo momentos que marcaron los inicios del cambio político en México. Desde la academia se hablaba de términos como: liberalización política, alternancia y la reiterada transición a la democracia. De hecho, desde la derecha se difundía, por todos los medios afines, que los grupos de la izquierda organizada amaban más a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), a China y a Cuba que a su patria. Los medios de comunicación cumplían su función de instrumentos de propaganda del sistema político presidencial. De hecho, los presidentes fueron los que inventaron el comunismo y la amenaza socialista en el país, porque era la forma más acabada de servir a los Estados Unidos. Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez encabezaron esa lista penosa de servilismo a ultranza.
Patriotas y nacionalistas eran Fidel Velázquez, el líder obrero que nació viejo y que por hablar balbuceaba; Carlos Jonguitud Barrios, el cacique del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), que sentía tanto poder que con una llamada quiso contradecir una decisión ya tomada en “Los Pinos”; lo sustituyó su hechura, la maestra Elba Esther Gordillo, de quien poco se puede agregar una vez que Manuel Camacho la llevó con el presidente Salinas, donde besó el anillo para heredar al SNTE.
Desde luego que había de patriotas a patriotas, el primero era el presidente en turno y los segundos eran los dirigentes del PRI. Y de ahí los gobernadores, uno de ellos tan grotesco como violento, Rubén Figueroa, creyó lucirse diciendo: “quiero morir con unos brasieres sobre mis ojos y unas pantaletas sobre mi corazón”. Otros de su estilo, como los gobernadores de San Luis Potosí, Gonzalo N. Santos o el de Veracruz, Miguel Alemán Valdés ejercieron sus administraciones locales con brutalidad y robos descarados. Para el potosino, la moral era un árbol que daba moras. El otro, Miguel Alemán fue tan ladrón que, en el primer tramo del siglo XXI, sus herederos no logran acabarse el botín.
Para el régimen, la transición democrática del país se materializaba en las reformas electorales. El presidente José López Portillo y su secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, pensaron que la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procedimientos Electorales (LOPPE-1977) acabaría con los movimientos armados presentes en varios estados del país, como Guerrero donde surgieron Genaro Vázquez y Lucio Cabañas.
En realidad, les preocupó que el candidato presidencial priista no haya tenido contrincante. Con solo el voto de su madre, doña Cuquita o el Rosa Luz Alegría, hubiera sido presidente de México. Con las reformas políticas de los sexenios siguientes, para los seguidores del sistema, México era casi el paraíso. Los millones de pobres, de marginados, de amplias franjas de familias que lo habían perdido todo, a los que el futuro más prometedor era tener que comer al otro día, no importaban nada ni estaban en la agenda de atención de los diseñadores del modelo económico y político nacional.
Lo que no difundían con el mismo tesón era que, bajo ninguna circunstancia, las reformas políticas ponían en riesgo la continuidad del régimen ni el poder de los grupos políticos y empresariales que se dividían el control de país, su riqueza y presupuesto. Si el PRI o el PAN ganaban una elección, los grandes empresarios sabían que no pagarían impuestos; ellos ya lo habían hecho al apoyar campañas políticas de los candidatos priistas o panistas a la presidencia de la república. Pero su máxima ilusión se hizo realidad con la privatización del petróleo, su ideal del libre mercado, la coronación de batallas presentes, pasadas y futuras. “The mexican moment”. La lucha de AMLO, cobraba fuerza.
Continuará…