Es terrible el momento que nos toca vivir por la pérdida de valores, tanto del orden familiar como social; hemos dejado de preocuparnos por el prójimo y de interesarnos por lo que sufren nuestros amigos o familiares, que a veces necesitan de ser escuchados ante una situación de riesgo o hecho que les preocupa. Poco a poco se debilita la solidaridad como característica de una sociedad democrática y con fuerte sentido de lo humano.
De pronto nos damos cuenta de cosas como el abuso sexual de menores; de niñas y niños que son sometidos a violación o pornografía infantil y, en más de las veces se toma como una noticia más de las miles que se generan de forma cotidiana. Es decir, no le ponemos atención al maltrato de seres humanos que se encuentran en condiciones de alta vulnerabilidad e indefensión. El colmo es que una parte importante de los abusos a menores se generan dentro del círculo más cercano de convivencia a la familia; de manera recurrente se tienen casos donde son los propios familiares directos los que causan daños irreparables a los menores.
De ahí la relevancia de leer y compartir los trabajos de investigación que ha realizado la periodista Lydia Cacho en tres de sus libros, que vienen ligados a los acontecimientos que ella hizo públicos en su primer entrega los “Demonios del Edén”. En aquél entonces, puso en evidencia el maltrato al que eran sujetos los niños, en manos de un pederasta envestido de poder económico y protección política. En su tercer libro, “Con mi hij@ no” cierra un ciclo importante en el análisis del tema para prevenir, atender y superar el abuso infantil. Está dirigido a madres y padres de menores, pero también para quienes ya han vivido alguna forma de abuso sexual. En ambos casos, el propósito de la autora es sumar voluntades para que ninguna niña, ningún niño, propio o ajeno, sea abusado sexualmente o sometido a cualquier forma de maltrato.
Luchar contra el abuso no es tarea fácil ni tampoco de corto plazo. Se requiere avanzar con medidas que combatan este flagelo social, con la participación de la familia, de la educación, de la cultura y del acceso a la información para que todos estemos conscientes del reto que tenemos enfrente. Según la autora, es tan complejo abordar el tema y combatirlo porque el abuso sexual tiene antecedentes desde la cultura griega y romana. De hecho, menciona que “en la antigüedad grecorromana el emperador Tiberio acostumbraba ordenar a sus esclavos que le llevaran niños pequeños para juguetear sexualmente con ellos durante sus largos baños”. Es decir, las distorsiones mentales son una acumulación de conductas torcidas que llegan a repetirse por personas que las asumen como naturales.
Para explicar el abuso sexual infantil legalmente se utiliza la expresión “corrupción de menores” y la palabra “violación”. En el área de la salud mental se denomina pedofilia y pederastia, esta última es la práctica sexual con menores. Para Augusto Forel, psiquiatra suizo, la pedofilia es “la atracción erótica, caracterizada por el impulso para llevar a cabo actos sexualmente anómalos entre un adulto y una niña o niño”. A pesar de lo aberrante y sucio que nos parezca, la pornografía infantil y los actos de pedofilia son consumados después de un largo trabajo de seducción y engaños iniciados a partir de contactos e intercambios de comunicación, incluyendo el uso del internet.
El abuso infantil tiene dos categorías: víctimas de violencia sexual intrafamiliar y víctimas de abuso sexual infantil en otros ámbitos. La primera categoría se refiere al espacio donde la niña o el niño abusado es, además, victima de negligencia y maltrato. Es decir, además de padecer de abuso sexual por parte de algún miembro de la familia, el menor vive en condiciones de maltrato generalizado. La segunda categoría se refiere a los abusadores, conocidos o desconocidos, que tienen una historia de pedofilia; entre ellos se han descubierto casos de abusadores con responsabilidades públicas como maestros, enfermeros, entrenadores deportivos, guías de boy scouts, conserjes, policías, taxistas hasta redes criminales de trata de personas, vinculados con la delincuencia organizada.
En términos generales, pero no limitativos, se dice que los pedófilos atacan a niños y niñas menores de edad, y los pederastas a varones preadolescentes. Incluso, en el caso de los pedófilos, algunos terapeutas y especialistas en violencia contra la infancia reportan un proceder escrupuloso y sistemático, las cuales son actividades de un adulto a un menor con estrategia y planeación para cometer su acto de sometimiento. Son unos cerdos que encantan para engañar y abusar de un menor. El colmo es que el pedófilo se convence de que éste es un acto afectivo y por eso no pretende “maltratar sino disfrutar a su victima”.
Como lo comparte Lydia Cacho, en México los mayores factores de riesgo son: la misoginia que no da valor a lo expresado por las mujeres adultas, menos por las niñas; el desconocimiento sobre sexualidad para distinguir entre algo natural y anormal; la ausencia de capacidad para verbalizar y expresar emociones; tener discapacidad física o mental; carecer de afecto en el hogar y aceptar el cariño condicionado de terceros; padecer violencia intrafamiliar; vivir en hogares donde niñas y niños están solos mucho tiempo porque la madre o padre trabajan todo el día; decir a los menores en casa que los adultos son siempre la autoridad y que no se les puede cuestionar.
Sin duda, los trabajos de investigación periodística realizados por Lydia han sacudido muchas mentes que ahora tienen una manera diferente de entender y apreciar el tema del abuso y maltrato de los menores. Sin embargo, es importante dar continuidad a las cosas y compartir con nuestras amistades y familiares todo lo referente a un problema de desintegración social, que nos pone en el límite de la deshumanización, porque estos hechos nos alejan del dolor ajeno y nos orillan a ser indiferentes. Hagamos la tarea que nos toca en la prevención, para que el agresor no llegue a las niñas y niños. Sobre todo, recuperemos el valor de la comunicación con los menores.
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