El poder político está lejos de ser lo que era. Antes podía ocurrir lo que fuera y, con razón y sin ella, con datos o sin ellos, con culpa o sin ella, el presidente del país en turno solo levantaba el teléfono y daba las gracias al funcionario que fuera, al gobernador que fuera y tenía que irse. Así de sencillo un personaje entregaba la cartera, salía del país o se guardaba en la soledad que marcaba el poder. El presidente se presentaba como un hombre solvente ante los ojos de la población. Nadie discutía, solo se acataba y el tlatoani tricolor ejercía su voluntad metaconstitucional. Era los tiempos del país de un solo hombre.
Llegaron las elecciones de la alternancia, el poder cambió de manos, dañando estructuralmente al Estado. El presidente del país ocupó el lugar de figura simbólica que acataba las órdenes tomadas fuera de su ámbito legal y hacía aquello que le permitían, sin causar enojo a los dueños del poder económico, de los medios de comunicación y de los constructores de carreras políticas en personaje que su máximo compromiso y responsabilidad era obedecer a quienes los habían creado y facilitado su llegada al cargo. El sistema político había perdido las bases de su continuidad: el Poder Ejecutivo, el Poder Judicial y el Poder Legislativo. Los políticos y sus partidos eran, y en algunos casos son, adornos del árbol de navidad que se usan por temporada. Son partidos y políticos wash and wear.
Con la llegada de Morena al Poder Ejecutivo, las decisiones regresaron a la figura presidencial en el orden nacional y redefinió su relación con los Estados Unidos. La diferencia es que no debía nada, ni necesitaba de nada de este país, mucho menos de reconocimiento, como ocurrió con Salinas, Calderón o Peña. Con el liderazgo indiscutible de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el movimiento aseguró su continuidad. La Dra. Claudia Sheinbaum recibió el poder presidencial con más fuerza que su antecesor. Le dio la mayoría en las cámaras de diputados y senadores. La oposición dejó de ser competidor, sin fuerza social, sin líderes visibles ni proyecto de nación.
Morena ganó todo y ahí ha nacido su oposición natural, su desgaste. Nada lo puede evitar, porque enfrenta la coyuntura de las demandas sociales monotemáticas. Su narrativa de gobierno, la presidenta la ha potenciado al máximo, goza de una aceptación en el poder presidencial más allá de lo visto en los últimos sexenios, incluido el de AMLO. Pero hay una variable que le está pesando demás y puede llevar a su administración a mares turbulentos. La decisión de que esto no ocurra está en sus manos como jefa del Estado Mexicano. No puede dudar, ella es una mujer capaz y puede tomar las decisiones que marquen la diferencia en la lucha contra la corrupción y el crimen organizado. Lejos de perder poder lo puede confirmar, cuenta con el apoyo superior del pueblo. El sacrificio de Carlos Manzo es el momento.
Carlos Manzo ya había ganado Michoacán a Morena, iba a ser gobernador, porque fue capaz de construir un movimiento alterno. Ya era una figura que había tocado las fibras más sensibles de los michoacanos. Perdió la vida en un cobarde asesinato, pero ese lamentable suceso dio más vida a su movimiento. Sabía del sacrificio y corrió la ruta. La única manera de recuperar la confianza en la entidad y regresar la esperanza a México es que la presidenta proceda con la desaparición de poderes en Michoacán y entre el Estado a rescatar esa maravillosa tierra del poder del crimen organizado.
Solo así presidenta.







