Los resultados de la lucha contra el crimen organizado son contrarios a lo esperado por el Gobierno Federal. El contexto de la percepción es negativo, y no se observa la forma de parar esta tendencia a la baja. Es normal en este tipo de decisiones. Si un gobierno, del orden que sea, tiene un sobregiro en el gasto corriente y contrata a un financiero para cambiar la balanza del ingreso contra el gasto, esté tendrá una mala fama pública por el efecto de las medidas adoptadas, por más eficaces que sean. El que provocó el estado crítico de las cosas será un héroe y el que vino a corregir los excesos del gasto derivado de un gasto mal planeado será el villano, a pesar de que está reorientando la estabilidad de un gobierno.
En lo privado será reconocido, incluso por sus críticos y detractores; sin embargo, en el espacio de lo público será señalado como el responsable del recorte del personal, de la eliminación de plazas directivas, del pago a proveedores bajo esquemas de reducción de la deuda. Será el insensible, blanco de las críticas y de las culpas de otros. Es decir vivirá su guerra, en la soledad de quien emprende acciones de emergencia ante situaciones de alto riesgo. De poco sirve saber que nadie lo va acompañar y que su actuación se dará en un contexto carente de opciones: o actúa y resuelve o se hunde e incumple los fines de su misión.
Por elección o por la gravedad de la situación, el Presidente Felipe Calderón tomó la determinación de enfrentar a la delincuencia organizada y ahí empezó una guerra cuyos resultados sólo se atribuyen a él. Los errores se han magnificado y es constante la presión de sus adversarios políticos que lo señalan con el único responsable del estado de cosas, de realidades y acontecimientos violentos tolerados y acordados en el pasado. Por lo que se conoce a través del trabajo de los medios de comunicación, el país vive su momento crítico y parece que ha sucumbido ante el poder económico, organizativo, armado y, sobre todo, corruptor de los grupos de narcotraficantes.
En Europa, en los Estados Unidos y América Latina se reconoce la decisión del Presidente Calderón de enfrentar a los cárteles de la droga. Lamentablemente, los ciudadanos de esos países no votan en México y aquí se ha montado un aparato para descalificar constantemente la estrategia implementada, sin asumir mayor responsabilidad ante un problema estructural que tiene sumido al país en la violencia y el surgimiento de un estado paralelo bajo resguardo de los grupos criminales, territorios con un mando único y que no tienen que respetar la autonomía de los municipios ni de los entidades federativas.
Muy a nuestro estilo, destacamos lo que se ha hecho mal, se detalla con puntualidad y mayor severidad el saldo negativo de la lucha contra el narcotráfico. Incluso se llega al extremo de tomar protesta a una persona como diputado federal cuando es señalada de tener vínculos con un grupo criminal. Antes se cuidaban las formas, se tenía cierta prudencia, pero la alternancia también ha puesto en evidencia nuestras limitaciones en materia de sentido común. Como en muchas otras acciones, en esta ocasión pesó más el desquite entre partidos que las razones de hacer política. De nada sirven las formas y procedimientos del sistema de justicia.
Vino el llamado “michoacanazo” -donde se demuestra lo inconstitucional y poco útil del arraigo-, la muerte de otro alcalde electo en Oaxaca, los hechos de violencia en Tampico, Tamaulipas; el recrudecimiento de la violencia en Monterrey, Nuevo León; la muerte de mandos de policía, más violencia en Tijuana, Baja california; nuevos levantones de estudiantes del Tecnológico de Monterrey en Tamaulipas y, lejos de motivar una reunión cumbre en bien de México, se destaca que eso se debe a la absurda guerra del Presidente Calderón.
La suma de estas motivaciones, casi de índole personal, hace que día con día el problema sea más complejo y que empiecen a resurgir voces que se inclinan por un “acuerdo o pacto” con los diferentes cárteles de la droga. Algo así como dividir el territorio para que México se pacifique y pare la violencia entre los narcotraficantes y las agresiones a la población civil. La percepción de fracaso del gobierno empieza a cambiar hacia una percepción de “negociar como era antes”. El riesgo de posiciones en este sentido puede ser, en parte, el resultado concreto de las críticas al Presidente Calderón; esto es, que lo vencieron sus adversarios políticos más que la delincuencia organizada.
Lo más lamentable es que la ciudadanía se resigne a que la guerra contra el narcotráfico está perdida y no quede otra variante que la rendición. Está tendencia sería un fracaso de nuestra clase política y el fiel reflejo de su mezquindad. Aquí se estaría cumpliendo aquello que Roger Bartra apuntaba en una entrevista con la periodista Carmen Aristegui: “Tenemos una clase política que no ve más allá de su nariz y su nariz siempre está olfateando la siguiente elección”[1]. Es decir, ganar a pesar de todo y contra todo. La política ha dejado de tener sentido en un país que necesita del acuerdo político con urgencia y por necesidad piadosa.
Del otro lado, el del crimen organizado, se observa precisamente eso: organización. Esa capacidad de supervivencia que le permite seguir con sus actividades delictivas al margen de las elecciones, de los gobernantes que llegan y los que se van, de las discusiones en las cámaras y en las dirigencias de los partidos políticos, de las reuniones del gabinete de seguridad y sus vínculos con las agencias de inteligencia de otros países.
A pesar de sus apariciones violentas, los cárteles siguen en su lógica de ser una sociedad secreta de carácter criminal jerarquizada, que reclama obediencia a sus adeptos, con quienes controla un territorio, como muestra de su dominio. Esas condiciones hacen de su organización un adversario eficiente, temible y permanente. No dependen de una figura en sentido estricto, el que se va es fácilmente sustituido o reemplazado.
En eso se puede sostener la crítica de que la guerra no tiene un adversario único, definido o identificable. La lucha contra los cárteles de la droga no tiene fin; los Estados Unidos lleva desde el 17 de junio de 1971 tratando de ganar una guerra declarada por el Presidente Richard Nixon y, a la fecha, el consumo de drogas ha incrementado, las cárceles están llenas de detenidos por esta actividad ilícita y no para el lavado de dinero generado por la “industria” del narcotráfico. En México se vive una condición similar, pero con medios y recursos por debajo de la capacidad del vecino del norte. A pesar de los esfuerzos emprendidos todavía no se logra articular una estrategia que combate el uso y el abuso de las drogas, su comercio, la guerra contra las drogas y el lavado de dinero.
Tal vez, México y Estados Unidos libran una guerra que van perdiendo porque el fondo contrasta con los resultados que cada uno registra: más droga, violencia, dinero sucio, y otros delitos derivados del crimen organizado. La diferencia radica en que allá, en los Estados Unidos el Estado todavía funciona, todavía prevalece el poder del gobierno sobre el poder de los criminales. En México la balanza no es clara y eso ya constituye una diferencia concreta.
Más aún, no se ve en el corto plazo que los dirigentes políticos acepten articular una estrategia. Seguiremos viendo a cada uno por su lado. Se ha impuesto el pragmatismo en nuestra joven democracia, donde luchamos por la alternancia política, sin lograr madurar un sistema de partidos. El monopolio del uso legítimo de la fuerza lo sigue teniendo el Estado, ahora también los narcotraficantes, pero el monopolio del acceso al poder lo tienen, sin discusión y por mandato constitucional, los partidos políticos. Ese es nuestro sistema político y a él debemos pedir privilegiar la política del acuerdo.
Si no se logra cambiar de actitud, se seguirá fortaleciendo la idea de regresar al México de antes, el de la impunidad. Eso sería el verdadero fracaso y a ningún partido o gobernante le convendría apostar a ganar una elección para recibir a un Estado soberano subordinado a un poder alterno. Cuidado si se piensa en la idea del pacto con criminales porque México no es una isla y el costo sería aún mayor del que actualmente se vive: más violencia y mayor violación de derechos humanos.
La presencia de Ejército y la Armada en las calles es el reflejo del fracaso de las policías estatales y municipales; sin embargo, su actuación debe ser temporal porque corremos el riesgo de que también se corrompa al nivel de los cuerpos de policía que hicieron necesaria su intervención. En el sistema penal no debe prevalecer la figura del testigo protegido como medio privilegiado de investigación. El uso excesivo de la medida puede degenerar en mayor impunidad. Las técnicas de investigación requieren de actualización para no depender de lo que quieran decir los “arrepentidos” a cambio de protección y perdón.
Al respecto de esta dualidad, es oportuno compartir lo que nos dice Jean-Francois Gayraud: “hemos de señalar que la política de los arrepentidos ha dado resultados judiciales ambiguos. Es evidente que ha traído consecuencias positivas: al día de hoy, ha sido el único medio para detener a mafiosos importantes. Además, al margen de los éxitos judiciales, los testimonios de los desertores han arrojado mucha luz sobre el mundo de las mafias. Sin sus declaraciones, este universo seguiría siendo un misterio y la mayoría de los analistas continuaría negando su existencia. Sin embargo, resulta preocupante la supervivencia de estas entidades criminales, a pesar de las traiciones reiteradas. La resistencia a tantos golpes legales dice mucho de la capacidad de regeneración espontánea de las mafias y su solidez frente a la ley. Lo que podría conducirnos a una reflexión algo amarga sobre la política criminal”.
La estrategia del Presidente Calderón puede tener fallas; sin embargo, con todo y sus errores debe ser el punto de partida.
[1] Ver. Carmen Aristegui. Ricardo Trabulsi. Transición. Conversaciones y retratos de lo que se hizo y se dejó de hacer por la democracia en México. Página 33.