¡Qué llueva, qué llueva, la Virgen de la Cueva, los pajarillos cantan, los grillos se levantan!… y también se ahogan, dijo el Tenoch antes de que terminara la canción infantil, que comenzaban a canturrear aquellos morros que vieron como empezaron caer las gototas que irrumpieron en la calle para meterse y no mojarse a su cantón, mientras los mozalbetes, los mayores de la cuadra, estaban meditando la sabia virtud de perder el tiempo. La pandilla, cuando decir pandilla era algo descriptivo y nada ofensivo, el Nopalzint, Tizoc y Tenoch, se atajaron en la marquesina de la felicidad, observando como corrían los mortales a guarecerse de la inclemencia y como arreciaba aquel llanto más que furibundo, los truenos no se dejaron esperar y sonaban estruendosamente. Sus casas estaban en la parte baja del poblado y después de empaparse comenzaron a preocuparse, el nivel del agua torrencial buscaba su cause, y ya alcanzaba el quicio de la puerta de la morada del Nopalzint. Ya ven cabrestos chamacos rumió el damnificado, para que cantan sus mafufadas ya se va a meter a la casa ¡no la chiflen! Ayúdenme a llenar unos costales de tierra, pidió el auxilio para blindar el hogar amenazado. Ahora si que Tlaloc y San Pedro están enfadados, ¿pues que día es hoy? Cuestionó el Tizoc, que ya escurría cual palmera acapulqueña. Pues es ni mas ni menos que el día de San Juan, sí que la amolamos, repuso el Nopalzint, mientras no se desborde el río San Javier, todo esta bien. Mira que patitos tan suaves se pueden hacer, exclamó el siempre extraviado Tenoch, mientras lanzaba unas piedras en forma de lajas que serpenteaban en el río que ya se formaba en la calle, con el geiser que emergían de las coladeras destapadas y que remontaban la represa de los montículos encostalados. La corriente ya se metía el agua al patio y ya amenazaba con meterse a la misma sala donde ya todos estaban sacando el agua a cubetazos, se metía y la sacaban a palangazos ¡Santa María de Guadalupe que deje de llover y que la Virgen de la Cueva escuche nuestros ruegos! Oraba Atzin la pequeña, ¡que no entre a la recamara! Apúrense a sacar el agua, tráete otra cubeta, se escuchaba la voz de la angustia. Y así la decantación de la lluviosa agua al rio callejero continuaba, cuando de pronto, así como apareció se escampó la fuerza húmeda de Tlaloczint, para que los rostros espantados de los lugareños, suspiraran y tuvieran un rato de sosiego, cuando la voz del HeavyNopal, siempre acertada espetó: Ahorita vengo topiles, voy por una cremita de naranjo que traje de solo Veracruz es bello, que ni pintada por Pancho Toledo para este frío, y ni tardo ni perezoso ya venia con los pies y sus tenis convers mojados, con unos vasos para convidar a sus tlacuaches amistades. Mi Nopalzint siempre luciéndote ¿de donde dices que trajiste este exilir divino? de la región cafetalera de Teocelo, de mi santa Veracruz. Órale y que andabas haciendo por allá mi Nopalito con guacamole, pregunto el Tenochca ¿cómo llegaste vato? Pues es un lugar mágico y misterioso donde vive uno de mis compas llamado Elfego y que trabaja en una radio cultural y campesina que sirve de medio de comunicación entre los pobladores de aquellas sierras y que siembran tostan y procesan un café de aquellos, que ni que pinche wakareada de nescafe, de exportación y unos licorcitos de guayaba, limón, uva zarzaprilla y que para que les cuento, un día que me descuelgo para allá para conocer el México profundo, el lugar de ocelotes y hay una vegetación exuberante, la niebla baja a la primera provocación. La primera vez que visite aquel rincón de Jarocholandia fuimos a un arroyo a dizque pescar, bajamos no se cuantos metros a una barranca por donde corría un límpida agua que parecía un ensueño, la naturaleza plena, sin mancha, ni casi huella humana, el olor a tierra húmeda era delicioso, nos tiramos ahí un buen rato, esperando que mordiera el anzuelo un despistado pececillo y ni cuenta nos dimos que se nos hizo noche, cuando que empieza los truenos y el cielo negro, que el aguacero que nos cayo hoy en día de San Giovanni es rey, pero allá que se cierra la noche y no veíamos ni madre y que de repente, cual magia de naturaleza, la vida, aparecieron miles de lucecillas brillantes, un espectáculo divino en aquel negro cuadro, eran cientos, miles de luciérnagas que nos guiaron hacia arriba, mientras maravillados y presurosos ascendíamos hasta el camino de regreso. Cuando salimos bajo la niebla que no nos dejaba ver nada, aparecieron dos luces pero que eran los faros de una camioneta que regresaba al pueblo, que me recuerda no se porque, otro que se llama Macondo del libro “Cien años de Soledad” y donde por cierto conocí a una linda chica, llamada Ángel de la Niebla, pero esa es otra e increíble historia, ¡salud chincuates! Se acabo la cremita, pero ya regreso también de por allá me traje un aguardiente, ¡qué frío de perros!…
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