CIUDAD DE MÉXICO, Méx.- El Premio Nobel de Literatura colombiano, Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia 6 de marzo de 1927-Ciudad de México, 17 de abril de 2014), fue una de las principales voces que predijeron la omnipresencia de la cultura latinoamericana en todo el orbe, aspecto que quedó reflejado en una obra latente, colmada de pasión, de arquetipos y rostros tan familiares para nuestra identidad que pareciera que existiera un Buendía en cada familia de la región latinoamericana.
“El espíritu joven de América Latina late en mi alma como el corazón de un cancerbero”, afirmaría en una ocasión el escritor que se fundió con mil rostros en cada uno de sus libros “puentes para comprender a la tierra, las raíces y a mí mismo”, confesaría alguna vez a sus amigos del grupo de Barranquilla, con quienes inició sus primeros pasos en las letras y el periodismo con la revista Mito.
Es difícil imaginar que años después, cuando a mediados de 1966 García Márquez finalizó Cien años de soledad, tuvo que formarse con su mujer por varias horas en el Monte de Piedad del Centro Histórico de la Ciudad de México para empeñar el secador, la batidora y el calentador, y pagar la correspondencia del manuscrito a la casa de publicaciones de origen argentino Sudamericana.
En esa ocasión, su esposa, Mercedes Barcha, mejor conocida como La Gaba, le comentó: “Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”.
En pocos días los directivos de la editorial le respondieron con un contrato y una suma de adelanto sin precedentes en América Latina, 500 mil dólares. Con aquel dinero terminarían finalmente sus penurias económicas. En México, Cien años de soledad no sólo fue recibida con entusiasmo por Carlos Fuentes y otros amigos del Gabo, sino por los mismos lectores cuando vio la luz un 30 de mayo de 1967.
A los 15 días se preparó una segunda edición de 10 mil ejemplares y en toda América Latina había una gran demanda. En México se solicitaron 20 mil ejemplares y en países extranjeros querían publicarla en su idioma. Todos hablaban de la novela ilustrada por Vicente Rojo. En tan sólo tres años vendió 600 mil ejemplares, y en ocho, aumentó a dos millones, el resto es historia.
¿Pero de donde surgió la veta para crear semejante obra literaria? Quizá de esas imágenes y pasajes arquetípicos que el escritor vio y vivió durante su niñez y adolescencia en su natal Colombia.
A una de sus tías, Francisca, le gustaba tejer. Todos los días el niño Gabriel le preguntaba por aquella colcha a la que había dedicado varios meses de trabajo. La mujer le contestaba que era una alfombra mágica para emprender un viaje. El día que el niño Gabriel vio la tela terminada fue en el funeral de Francisca. Era la sábana mortuoria con la que ella había pedido ser envuelta poco antes de suicidarse.
Por cuestiones de trabajo, sus padres se trasladaron a Riohacha y Gabriel quedó bajo el cuidado de su abuelo, el excoronel Nicolás Márquez, quien inspiraría a algunos de los personajes de sus libros.
Todos los días Gabriel bombardeaba a su abuelo con preguntas sobre la existencia, sobre la vida y la muerte, acerca de las personas que parecían sufrir tanto aún teniéndolo todo. ¿A quién se le ocurrió inventar las lágrimas, abuelo? ¿La Luna es el ojo nocturno de Dios? ¿Porqué si el oro causa tanta desgracia entre los hombres, no se le entierra para siempre en alguna fosa del desierto?
El excoronel respondía siempre con amenas fábulas y sencillas historias con moraleja que, sin saberlo, conformarían la principal influencia literaria de la obra futura de su nieto. Los casi 10 años que Gabriel creció en compañía del viejo serían, según confesó, responsables de saber el ABC de la naturaleza humana, con todas sus alegrías, sus odios, sus pasiones y su curiosidad por surcar mares y explorar territorios inhóspitos.
El joven Gabriel extrañó la ausencia de su abuelo en la adolescencia cuando fue enviado a dos internados para cursar la educación básica y el bachillerato, echando de menos la cálida brisa de Aracataca.
El joven Gabriel se refugió en los libros de aventuras, como Viaje al centro de la Tierra, Veinte mil leguas de viaje submarino, De la Tierra a la Luna, Moby Dick, pero sobre todo en los universos de Emilio Salgari, a quien reconoció muchas veces como su primer amigo cálido e incondicional en esa etapa que pasó del bachillerato a la universidad.
En las tabernas cercanas a la facultad conocería a jóvenes poetas, artistas, bohemios e idealistas, como Álvaro Mutis, Plinio Apuleyo y Camilo Torres, quienes lo animarían a darle cauce a esos cuentos a los que todas las noches dedicaba un par de horas.
Irónicamente sus primeros escritos serían confiscados y quemados por la policía tras inspeccionar la pensión de estudiante donde vivía a causa de los convulsos años políticos y de guerrillas que se vivían en Colombia. Sin embargo se salvaron los borradores de algunos relatos y el esbozo de una novela a la que en principio tituló La casa y que años más tarde sería conocida como La hojarasca.
Gabriel García Márquez decidió abandonar la carrera de Derecho y dedicarse de lleno a la escritura. Entró a trabajar como reportero a los diarios El Universal y El Heraldo de Barranquilla. A la par de su paso por las redacciones, Gabriel devoraba libros comprados y prestados de Albert Camus, James Joyce, Ernest Hemingway, Franz Kafka y William Faulkner, que igual que torres babilónicas se acumulaban en su pequeño cuarto de una pensión atestada de ratones, cucarachas y chinches.