El Juan Barrancas llevaba medio estoque, ya se saboreaba un vodka tonik cuando aparecieron esos “gorilas” que irrumpieron en el Bar Ranchito, iban con unas “matonas” que daban miedo y se dirigían a la mesa de su anfitrión que ni cuenta se dio del peligro con lo entretenido que lo tenía su acompañante. Su instinto de conservación lo puso alerta, su ángel de la guarda, San Nabor su protector, hizo que se agachara y se fuera caminando a gatas en el trajín de la noche de aquel “centro de salud”, los plomazos se dejaron escuchar como un cañón, brrruoooom, pero no hubo lío, eran sus compadres que venían a seguir la farra, era todo en familia, a algunos parroquianos como el Johnny se les bajo de nuevo los tragos y él puso pies en polvorosa, pago el consumo al de la entrada, cubrió lo que debía y ya desistió de seguir la parranda, para emociones ya eran suficientes. Enfiló al “chemomovil” y alzo la vista al Cerro de la Serpiente y relieves de la sierra de Guadalupe que en la noche se levantaban iluminados por las estrellas y una luna creciente, las luces de las casas que poblaban el cerro le parecieron unas luciérnagas gigantes que centellaban y se estacionaban enviando señales a los noctívagos que ya mejor se fueran a descansar. El Juan pensó que en esas alturas latían los corazones de cientos de pobladores que nos les había quedado más irse al cerro, desde su llegada a aquel espacio de chamaco, se alucinaba con el Cerro del Chiquigüite, donde las estructuras de las antenas centellando luces rojas y blancas en la mera cúspide se le figuraba un base espacial y que iban a llegar ahí las naves de otros mundos, pero nada de eso, eran para transmitir los mensajes zombificadores de las estaciones de televisión. Alguna ocasión se había atrevido a ascender la cima del cerro más grande de aquel valle, y casi lo logra, había llegado hasta la brecha, donde el camino empedrado de la cantera, era mejor ir viéndolo hacia adelante, porque le daba vértigo el abismo que se asomaba a la vista con casitas, hombrecitos, mujercitas, camioncitos, todo en miniatura. Aquella ocasión, el ascenso primero fue por una parte del bosquecillo, las casas de los desterrados, de los expulsados del paraíso terrenal, donde los perros rabiosos reinaban en su territorio y las escaramuzas estaban al orden del camino, defendiendo con su rabioso hocico y los caminantes extraños protegiéndose la humanidad con las piedras que estaban a la mano y como decían en el pueblo de mi abuelito, más vale que digan que aquí corrió que aquí llego.
Ahí antes de llegar a la punta del Chiquigüite, apareció el Ratón, el punki que se bailaba el slam tallando la tierra, cual epiléptico musical, brincando y girando que espantaba al vecindario, “ ya se le metió el chamuco con esa música” y que había ido a parar a las colinas cercas del cielo, como siempre llevaba su estopa, para remojarse la boca, o más bien para secarse el cerebro, y salir de fuga la escena cotidiana del crimen capitalista. Los amigos se dieron el saludo, un saludo hosco y luego de inmediato el talón, “presta para la orquesta que nada te cuesta”, el Johnny se discutió las cervezas, fueron al tendejón de la alegría, regresaron un medio kilómetro, ahí la advertencia se escuchó—Por los viejos tiempos, mejor ya no subas Johnny arriba hay gente mala ,muy mala, –parecía escuchar a un sabio—, gente puteada, asesina, que está llena de odio, mejor regresa por donde viniste carnal, ¡por los viejos tiempos! ¡Salud! chocaron las “Victorias”. Se esfumaron los recuerdos como llegaron y, el Johnny bajo del “chemomovil”, no sabía ni como pero ya estaba en su chante, zigzagueo y llego al baño, y como en muchas madrugadas buscando la muerte, comenzó a “cantar rancheras”, tiro los jugos gástricos, hincado en la taza de la basura humana rindió los honores a la inconsciencia, hasta que reacciono para variar, con el sonido de unos plomazos en el vecindario, los “traviesos” de siempre echaban bala a media madrugada, rompiendo el silencio de la noche y el descanso de sus pobladores.
El cantante vernáculo tiro de la palanca para jalar el agua y se fuera la basura, los miedos, los odios y tristezas por el caño que lo traían totalmente fuera de control. Cabizbajo alcanzo su “cueva” tratando de no hacer ruido para despertar a la familia, alcanzo el camastro y se tiró como bulto. En el espacio de los sueños, sus neurotransmisores empezaron a hacer chispas, ahí estaban las imágenes de cuando lo habían traído de la ciudad capital a la rivera del rio todavía de agua barrosa que nutria a flores silvestres, arboles, pirules, eucaliptos. La gran rivera era un espectáculo natural y una aventura, como cuando con un lazo se pasaban de un bordo a otro y si saltaban en medio del cuerpo de agua no había más que diversión y risas, luego vendrían la muerte con la contaminación de las aguas negras y pestilentes. Recordaba centenas de mariposas que poblaban el paisaje, las golondrinas planeando el vuelo y rasantes bebían del río en parvadas que ya nunca jamás volvería a ver en su juventud, los zopilotes, aguilillas, aquello era un paisaje fantástico, que lo reconfortaba, porque había sido épocas de sol. El cuadro mental aparecía nítido y hasta oloroso, cuando tenía que pasar el rio y puentes tambaleantes para llegar al establo de Doña Meche y don Rigoberto, para ir por la leche, ver como el vaquero bien concentrado ordeñaban a la Primavera, a la Clarisa y jalar las ubres de los vacunos en una cubata rebosante de espumosa y blanca leche y la colara con un lienzo, para después de hervirla en casa su mamacita, saborearla y probar de la nata que era la delicia de sus hermanos y de el mismo. Los domingos después de misa se escapaba al acueducto que llegaba a la Villa de Guadalupe — hoy enterrado por el asfalto– y se subía en los arcos monumentales para sentirse un gran explorador, conociendo mundos, cruzando milpas y alfalfares, o cuando en sentido contrario encontraba la ex hacienda del Tenayo, donde los vestigios de la grandeza de las haciendas pulqueras, ahí se alzaban los magueyes, siempre en ascenso hacia el cielo, pero lo que lo dejaba extasiado era la pirámide de la ciudad amurallada, del Gran Tlatoani Xólotl, siempre que podía la iba a recorrer y cuando los guardias bajaban los brazos, la ascendía para mirar el infinito y quedarse contemplando el cielo, como en aquella ocasión en ya pardeando la tarde, mirando las postrimerías del ocaso, sintió una mano en su hombro para que al voltear encontrara a la imagen de un guerrero ataviado de su turbante emplumado, su capa de cuero, tomahoak, cuchillo de obsidiana que lo miro fijamente alzando el mazo hacia el infinito, pero esa es otra historia…