Vigoroso, eléctrico, vital, ¡ayayay! pues con cual se fumigaron, se preguntaba asimismo, el resplandor a la tribu les hacía ya ver cosas, el horizonte rojo playero, si los había oxigenado, en aquel paradisiaco rincón del Golfo de México, pero en cuanto cruzaron el umbral que los tele transportó, regresaron a la puerta del caos.
Las sombras volvieron a cubrir su espíritu, su sombra les pesaba, en aquel ambiente con olor a sangre, a muerte, a tristeza, a melancolía, una desesperanza, había una guerra que envolvía de odio a los vatos locos, rocokeros, bandosos, cumbianberos, fresotas, macisos, era un plan deliberado de sumisión ya fuera por la buena o por la mala entraña de los poderosos y que no podían, que les hacía arrastrar la cobija. Así lo sentía el Juan Barrancas, nomás dio unos cuantos pasos por el panteón de la Ciudad Amurallada, el Guía de guerreros se desvaneció, se le fue la fuerza, ahí en medio de las cruces antes de llegar al pirú y un eucalipto gigantes, un golpe seco los fulmino, lo paralizó, una visión, cual si se desdoblara por la ingestión de “unos pajaritos”, de unos teonanacatl, unos hongos sagrados en la montaña, ahí era una tarde húmeda, había mucha gente, que trataba de recordar que jais, en una tumba había flores, nardos, las nubes, rosas, claveles, crisantemos olorosas, flores coloridas por las lluvias de la temporada. Ahí llegaron los recuerdos de una de sus vidas, cuando enterró a su padre santo, a su viejo, recordaba en medio de la penumbra iluminada por la luna y algunos luceros. El Johnny azotó como una res, resoplando su humanidad, y era un dolor bien cabrera el que sentía, hacía mucho que no asistía a un sepelio y se veía ahí observando como enterraban tres metros bajo tierra a Don Lucio, sintió un dolor en el pecho como que lo atravesaran y se quedara mudo, con un nudo en la garganta.
El paisaje era iluminado por un sol que se abría en medio de un conjunto amenazante de nubes, pardeando al tarde al subir la cuesta del cerro del Tenayo, después de una misa de cuerpo presente en la parroquia de San Lucas Matoni, no lo podía creer, pero hay cosas que erran irremediables, le había referido Pachita su madrecita, y en la hora aciaga surgían las imágenes de sus hermanos, de su mujer Angel de la mañana y su hija Corazoncito, quienes poblaban la zona sagrada donde también habían enterrado al gran Tlatoani Xólotl.
Su mente sin piedad lo transportaba en aquel fatídico día, donde como dicen había pasado a mejor vida, cosas que dice la gente, pero que el Barrancas no las soportaba, solo sentía un gran dolor en el pecho, el corazón sentía que se salía, y las de San Pedro finalmente le rodaban por la mejillas y alivio un poco la opresión.
Don Lucio había sido un gran hombre, buen hijo y hermano, su carnal Marcelino lo constataba lo sobrevivía, un esposo fiel, buen padre y todavía su recuerdo era latente cuando el Juan Barrancas visualizaba su llegada del trabajo con su lonchera y traía tóficos, aquellos dulces de lujo, que compraba por la Ciudad amurallada, o cuando corría a los malvivientes que se querían pasar de listos en la morada, les hablaba fuerte “por la buena, haber si se van a chingar su madre a otros lado aquí no queremos problemas, váyanse a su casa a hacer desordenes” y blandiendo el machete de la justicia callejera se retiraban los ladronzuelos y demás fauna, antes de que hubiera autodefensas como en el caos caótico que prevalecía.
También regresaban las imágenes cuando infantes iban por los de cabeza a cenar que se rechupeteaban los dedos en la taquería de Berlioz y apagaban la salsa con “Las Chaparritas del Naranjo” que ricas son, era todo un festín o, cuando iban a correr a los prados por el monumento a la Raza y el monolito de mármol, era eso, un emblemático símbolo que brillaba resplandeciente con los guerreros antiguos y no como actualmente, lleno de humo, autos, camiones de carga conducidos por cafres y neuróticos salvajes con el ruido ensordecedor. El día de campo era por los Indios Verdes, en la carcacha un Ford del año de la canica donde se saboreaban los platillos preparados por Pachita.
Pero ahora presentes todos reunidos dándole cristiana sepultura y el último adiós, quedo hecho papilla el Barrancas, adolorido por los recuerdos y porque aunque se había puesto a mano con su padre, el sabia en su interior que siempre queda uno debiendo algo, pero ante lo irremediable nada se podía hacer.
Nopalzint se agacho hacia su amigo Juan, a donde estaba el desfalleciente, saco un linimento y se lo untó, le sobo la mollera y de nueva cuenta, entonó unos canticos. Tu corazón se aliviara, los recuerdos eso serán y tendrás paz, levántate amigo. El Johnny abrió los ojotes para luego exclamar ¡Hay labrestos creo que me di un viaje familiar! Ustedes disculparan mis amigos pero en estos lugares aparecen los recuerdos de los seres que siempre nos amaron y que no podremos olvidar. Ahora te entiendo mi Nopalzint porque quieres encontrar las reliquias del Gran Tlatoani.
Es hora Juan ya te repusiste, ¡vámonos recio! Respondió el Barrancas, quien se incorporó y siguió al príncipe chichimeca y sus guerreros que ya iluminaban la noche con unas antorchas que hacían resplandecer las cruces, los querubines, y las imágenes del Sagrado Corazón de Chuchin y muchas virgencitas Tonatzin, Guadalupitas, que adornaban y custodiaban los sepulcros y refulgían a cada paso hacia cuesta arriba del camposanto.
Y la final de la caminata y del camposanto se abrió una gruta de donde traspasaban unos canticos dulces que embelesaban y cantos de pájaros, pero esa es otra historia….