Por dónde vives?; aquí nomás como a cinco kilómetros. Te vas en camión?; pues en veces si, en veces no. Si tengo dinero me voy en el camión, pero luego no tengo y me voy caminando. Está cerquita. Era el domingo 19 de enero y hacía un frío que obligaba a los turistas a estar abrigados con playera, camisa, sudadera abajo y chamarra encima. El aire era frío y por momentos las nubes nublaban el cielo, como si fuera a llover. Daniel Hernández caminaba al lado de nosotros con apenas una camisa que alguna vez fue azul, el pantalón le quedaba tan amplio como si se lo hubiera comprado de otra talla, o tal vez se lo regaló un familiar más alto y gordo que él, para que le diera “la segunda puesta”.
Al llegar a la puerta de las ruinas de “Chinkultik”, a media hora del centro de Comitán de Domínguez, Chiapas, el encargado nos detuvo para decirnos en qué consistía el recorrido de ese hermoso lugar maya que representa la grandeza de lo que algún día fue una de las culturas más desarrolladas del México prehispánico. Buscando corresponder a su amabilidad, le pedimos el auxilio de un guía para conocer más a detalle los acontecimientos que se narran sobre el sitio y lo que representó aquella admirable civilización. “Bueno, pues ahorita nada más está un niño, pero no conoce bien las cosas que pasaron y no podría explicar”, dijo nuestro anfitrión; “pero ahí está ese que está más grande y conoce más y ese les puede explicar más mejor”. Le dije que sí, que no importaba quién nos apoyara; la cosa era conocer lo que se narra.
Tan pronto lo vi, sentí el dolor de la pobreza que lo abrigaba. En su esforzado español, buscó por todos sus medios ganarse nuestra estima. Apenas se dirigió a nosotros para saludarnos, le dije que el cierre de su pantalón estaba abierto; hice bromas con él y se volteó rojo de la cara, como si de esa manera se disculpara. Emprendimos el camino. El aire se sentía cada vez más frío, como si el espíritu del lugar nos estuviera dando la bienvenida o quejándose por nuestra presencia invasora. A unos metros de empezar el recorrido mire los brazos de Daniel que se ponían como “la piel de gallina”; me quité la chamarra, para darle la sudadera que llevaba debajo. Me dijo que no. Se negaba a recibirla diciendo que no tenía frío, pero insistí lleno de pena, buscando una explicación a ese dolor humano que viven los que son dueños de la tierra, pero no de su producto o de la riqueza que genera.
Caminamos, desde luego que no a su velocidad; subimos a nuestro ritmo que distaba mucho de la fortaleza de ese hombre del campo, de ese hombre del maíz. Con cierto disimulo, hicimos paradas para descansar, porque no podíamos marchar a su paso, de hecho nunca lo logramos; en respuesta Daniel nos explicaba lo que sabía, o suponía que pasó. No era un hombre estudiado, tampoco culto, pero si un digno y orgulloso representante de la tradición oral. Como se adelantaba pude percatarme que sus botas estaban rotas y que tenían cuarteaduras por todos lados; al cabo de un rato se detuvo junto a mí para decirme que esas eran sus botas de trabajo y que en su casa tenía unos zapatos bien bonitos, que se ponía cuando tenía que ir a un asunto importante.
Como sucede en estos casos, nosotros llevábamos tenis que en pocos minutos se humedecieron y entonces entendimos la razón de que por qué las personas calzan botas de hule. Con penoso andar, logramos llegar a la cima de las pirámides y pudimos apreciar el panorama que los mayas veían cada vez que sacrificaban a una doncella de quince años, como ofrenda a sus dioses. Tal vez, a la distancia, suene a barbarie, pero esos actos representaban una ceremonia de profunda espiritualidad y devoción religiosa. Sacamos fotos, vimos el valle y el azul profundo del agua de un cenote que todavía guarda silencioso los secretos de las vidas que recibió como tributo. “Unos gringos lo quisieron vaciar, trajeron maquinaria bien potente, pero nunca pudieron sacar sus tesoros y mejor se fueron”.
Camino a la salida, Daniel nos condujo al área del juego de pelota. Ahí nos contó “que la derrota era de harta pena para los jugadores vencidos”. En su oportunidad, me dijo que en la entrada me regresaría la sudadera. Pensé en regalársela, pero también que podría ofenderlo. Al ver cómo lo movía el viento y cómo trataba de evitarlo, le mencioné que le quedaba como sábana y empezó a reír de buena gana. Nos contagio su alegría. Ese hombre sencillo, de ingenuidad casi infantil, con dificultad llegaba al metro con cuarenta centímetros y tan flaco como lo muestran las imágenes de niños los africanos que padecen hambre. A la salida, vimos un puesto de comida y emocionado nos dijo que podíamos tomar café o comer algo; fue entonces que me di cuenta que el cierre de su pantalón no servía, por más que trataba de cerrarlo. Se aguantaba la pena, pero no tenía de otra. Como miles de personas del campo, tal vez era lo único que tenía para ponerse.
Decirle puesto a aquél lugarcito es una exageración. Apenas contaba con un anafre, un poco de leña, un comal y un molde para hacer tortillas. Me emocioné de ver las tortillas y apreciar cómo se inflaban. Tan pronto como salió la primera la agarré, le puse sal y chile; me acordé de mis familiares del pueblo y de las que hacía mi madre y no pude evitar la nostalgia, al grado que no me moví del fogón por un largo rato. Mis amigos rieron cuando los animaba a que le entraran a las tortillas. Les ofrecía y ofrecía, hasta que uno de ellos me dijo que lo harían, pero que ya les dejara una. Daniel no paraba de reír de ver nuestra dedicación para comer cuanta tortilla hacía la señora del puesto. Le hicimos los honores a una mojarra que Oscar, el esposo de la cocinera, pescó quince minutos antes de que llegáramos.
Entre plática y plática nos animamos a comprar una botella de aguardiente, y pronto surgió la idea de ir a pescar al lago que está a escasos quinientos metros del punto de encuentro. Ahí ya nos acompañó Oscar, pero nos advirtió que el frío no ayudaría a nuestra inquietud urbana de atrapar una mojarra. Camino a la laguna, él también llevaba una delgada chamarra de piel y unos guaraches que estaban en las últimas; el lodo que los cubría disimulaba su desgaste, pero era evidente que Oscar los haría rendir hasta el último momento. Atrevidos o necios insistimos en pescar y fuimos. Compramos los ganchos, el hilo y el resignado guía y maestro de pesca cortó una especie de bambú que sirvió de caña. En planear la pesca nos llevamos hora y media; pero nuestro entusiasmo por hacerlo se acabó en quince minutos. El frío nos convenció que era mejor dejarlo para después.
En un momento que pude hablar con Oscar del tema del campo, me dijo con voz baja y la mirada endurecida que la tierra nada más se trabaja para sacar maíz y frijol para comer; “ya no es negocio, el gobierno da bien caro todo y paga bien barato. Cuesta más el abono que lo que pagan por una carga de maíz o de frijol”. Sin dudar, me dijo que “por eso el pueblo se levanta y se enoja, pero eso no le importa al gobierno. Acá estamos fregados, pero qué podemos hacer”. Él, como Daniel, son personas de bien, con ganas de luchar por la vida trabajando. No quieren que les tengan lastima, que les regalen una despensa, un bulto de cemento o láminas de cartón. Quieren trabajo, oportunidades para salir adelante y educar a los hijos para que mañana hagan las cosas mejor. Su lucha sigue vigente desde hace siglos, al menos cinco; la larga espera los agobia, pero no los rinde. Mantienen la esperanza de que las cosas cambien.
Lamentablemente, se observa difícil mejorar su realidad, más cuando la preocupación de varios líderes políticos o de ciertos legisladores se centra en subir fotos al face, escribir en su “tuiter”, tener su página de internet o regalar despensas que más que ayudar, lo que hacen es humillar a quienes las reciben porque es una forma de lucrar con la pobreza.
Nos despedimos cordialmente, con un saludo de amigos, porque ellos nos dejaron entrar a su espacio. Me acordé de Juan Rulfo y su obra “El llano en llamas” y de “La rebelión de los colgados” de Bruno Traven . Apresuramos el paso hacia el carro. El frío seguía aumentando, pero era menos del que sentimos en el corazón; ese que provoca el frío de la pobreza, porque humilla la condición humana de personas que únicamente piden una oportunidad.