Nuestro país es un lugar que carece de muchas cosas; sin embargo, también somos un país que posterga sus retos una y otra vez, que se niega a enfrentar los compromisos, para evitar los costos. Dice Héctor Aguilar Camín que nos sobra pasado, mientras Jorge Castañeda refiere que tenemos aversión al conflicto. Ambos argumentos confirman que sentimos orgullo por lo que otros hicieron, por los héroes patrios o mexicanos ilustres que tuvieron el arrojo de superar la adversidad, para hacer realidad sus más altos anhelos.
Estamos amarrados a la historia, porque así evitamos vincularnos al futuro. Cuando se presenta la ocasión de un proyecto transformador, lo primero que hacemos es criticarlo para que no se lleve a cabo o nos empeñamos tanto en obstaculizarlo que lo desviamos de los fines que le dieron origen. Hacemos las cosas a medias y en más de las veces mejor las olvidamos. Nos define la constante: “el que se mueve no sale en la foto” o “no le pegues al avispero”. Lo anormal es nuestra normalidad, donde impedir un proyecto, se llega a considerar un acto revolucionario y hasta patriótico. El resultado es altamente negativo, son números rojos; en suma, el gigante sigue dormido.
Para que eso cambie, un buen principio es dejar nuestros complejos y pensar en las cosas positivas que tienen las ideas de vanguardia. Encontrar lo que nos hace coincidir e insistir en lo que nos permite avanzar. En esta tendencia es donde se encuadra hacer realidad el verdadero camino del peregrino, la ruta seguida por el indio Juan Diego hacia el Tepeyac, para luego arribar a Tlatelolco. Esta obra es parte de nuestra identidad, de nuestra formación cultural, es el devenir de una historia religiosa que ha corrido en paralelo a la historia del país. En su marcha, este hombre recién converso, sin proponérselo, se convirtió en el gran promotor de la construcción de la primera ermita hasta llegar a la Basílica; en él recayó la devoción que empezó con unos cuantos fieles hasta llegar a millones; registró el doce de diciembre como una fecha de fiesta nacional. El primer papa que vino a México, Juan Pablo II, lo canonizó después de cinco siglos de paciente espera.
Las mentes más reconocidas han debatido sobre el hecho guadalupano que empezó con las apariciones a Juan Diego, se han preocupado por encontrar respuestas a un acontecimiento que nos rebasa y se preserva en el tiempo. Es cierto que en la lucha de vencedores y vencidos hubo crueldad en el trato hacia los conquistados, pero también surgieron hombres de fe que se empeñaron por enseñar y proteger a los desvalidos. La llegada de los frailes franciscanos fue el justo medio entre las partes, en particular se reconoce la labor realizada por los frailes conocidos como “los doce apóstoles”. Trabajaron con lo que tuvieron, fueron a los lugares donde vivían los fieles, comían como ellos, vestían como ellos y aprendieron sus lenguas, principalmente náhuatl, para enseñarles la palabra del Dios Verdadero.
Sin duda, aquella tarea de los frailes fue compleja y bajo un escenario completamente adverso. Cómo convertir a un pueblo al que quitaron sus tierras, destruyeron sus templos, derribaron sus ídolos y sometieron al rigor de la encomienda, donde servían casi como esclavos. Sólo la humildad de los frailes misioneros hizo posible revertir ese sentimiento de dominio y frustración. Los mexicas fueron un pueblo sumamente religioso que, con la conquista consumada en 1521, paso de una cultura politeísta, a otra monoteísta. En su pasado prehispánico rendían sacrificios humanos a sus divinidades como tributo, comían su carne en señal de respeto a esos dioses; instaurado el virreinato fueron convertidos al cristianismo, donde aprendieron a rezar, bailar y cantar a un Dios único, todopoderoso.
Establecidos los frailes en la iglesia de Santiago Tlatelolco, Juan Diego tomaba camino para ir a oír la misa y aprender la doctrina a cargo de estos misioneros. Y fue en ese trayecto que se le apareció la virgen, en la colina del Tepeyac. Este acontecimiento, lleno de misterio y de fe, se convirtió en el elemento evangelizador de mayor trascendencia, mismo que prevalece hasta nuestros días. Desde la construcción de su primera ermita, la Virgen de Guadalupe hizo posible la unión de todas la razas: españoles, indios, negros, esclavos, criollos y mestizos; y la de todos los estratos sociales; ricos y pobres, hacendados y encomendados. Ante la imagen divina, estampada en el ayate del indio Juan Diego, ninguno valía más que el otro. La devoción, la fe creciente en el acontecimiento guadalupano, pudo más que la fuerza de las armas.
Recuperar y construir el camino del peregrino, el que recorría Juan Diego, es el nuevo milagro de la Virgen de Guadalupe, pero esta vez la protagonista no es ella ni el indio de Cuautitlán; los responsables de hacer realidad el camino de aquél hombre venturoso somos todos nosotros, los mexicanos de ahora, los que debemos enfrentar el reto de concretar la obra más importante de la religión católica en México y en América, ligada al hecho guadalupano. Esta sería nuestra forma de contribuir al futuro, por ahí van a caminar millones de fieles, millones de familias, que bien pueden tener el propósito de impetrar la intervención milagrosa de la virgen o simplemente recorrer el camino para estar en familia. Invariablemente, la obra también tiene un impacto social, porque permitiría el rescate de amplias zonas marginadas y la revaloración de espacios urbanos con miras a generar nuevas oportunidades a la población.
De acuerdo con las investigaciones del arqueólogo Luis Córdova Barradas , los antecedentes del camino son desde la época prehispánica. Su punto de partida es el pueblo de Cuautitlán, después sigue por el municipio de Tultitlán, por lo que ahora es la calle de Isidro Fabela, hasta llegar a la falda norte de la sierra de Guadalupe y cruzar por el paraje conocido como “la barranca del Tesoro”, situado en la parte baja de la sierra. Después se llega a Santa Cecilia Acatitla, luego a Tenayuca, ambos lugares del municipio de Tlalnepantla de Baz. De Tenayuca se parte hacia los pueblos de Atepetlac, Ticomán, Zacatenco, Tola, la calzada del Tepeyac y Tlatelolco.
Si bien —puntualiza el arqueólogo Córdoba— pudieron existir otras rutas o caminos, en este recorrido no existen ríos ni arroyos que se tengan que cruzar, lo que facilitaba su recorrido. Además, la calzada del Tepeyac llegaba al mercado de Tlatelolco considerado el más grande y concurrido de la época mexica, tal como narró Bernal Díaz del Castillo, Hernán Cortés en sus cartas de relación escritas al rey de España y fray Bernardino de Sahagún. Bajo estas condiciones, debió ser una tradición acudir al mercado siguiendo la calzada del Tepeyac, pues era más fácil transitar cargados de mercancías por una calzada amplia y no tener que pasar entre los barrios, cruzando por puentes de madera o bordeando chinampas.
Siguiendo los argumentos y datos de sus investigaciones, el arqueólogo anota que las razones esbozadas hacen suponer que para viajar de Cuautitlán a Tlatelolco en el primer tercio del siglo XVI, el camino más fácil era por la ruta del Tepeyac. El camino referido está representado en el conocido Mapa de Upsala de 1550, atribuido a Alonso de Santa Cruz, cronista de los reyes católicos y, posteriormente, residente en México. En el mapa se representa el camino que corría por el lado sur de la sierra de Guadalupe, que venía de Cuautitlán, Tultitlán y Tenayuca, y llegaba al Tepeyac, para después internarse a la ciudad de México. En la primera parte de este escrito quedó establecido que el camino de Juan Diego venía de Cuautitlán, y en su tramo final llegaba al lado poniente del cerro del Tepeyac.
Otra de las fuentes que contribuyen a dar certeza a la propuesta del camino de Juan Diego son los anales de Cuautitlán, que se estima fueron escritos entre 1563 y 1570. Desde luego que también están otros documentos que hacen referencia al camino, entre ellos: La imagen de la Virgen María, escrito por Miguel Sánchez en 1648; el Nican Motecpana (El gran acontecimiento, escrito por Luis Lasso de la Vega en 1649); la estrella del norte de México, escrito por Francisco de Florencia en 1688.
A partir de esta definición del verdadero camino del peregrino, apegada a las fuentes documentales e históricas, lo procedente es dar los pasos siguientes para hacerlo realidad, llevarlo a cabo como una misión fundada en la fe y en una acción necesariamente colectiva. Es un proyecto de gran calado que depende de sumar voluntades, superando protagonismos personales y orientaciones poco sustentadas que dañan la continuidad evangelizadora del hecho guadalupano; inclusive, sería lamentable hacer una obra contraria a la ruta que dio origen a la tradición que une a México. Cuautitlán, junto con los demás pueblos que pertenecen a su Diócesis, sostienen su verdad, pero no pretenden imponerla sino simplemente razonarla.