Ganó el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y, con ello, se impuso un gobernador a un presidente de la República y al binomio de la izquierda global mexicana, Andrés Manuel López Obrador-Marcelo Ebrard Casaubón, actual Jefe de Gobierno del Distrito Federal. Fue una elección donde el triunfo de un partido se convierte en la primera victoria rumbo a las elecciones del 2012. Se movió el tablero y a la cabeza va el PRI que representa el gobernador Enrique Peña Nieto. El resultado confirmó lo que años atrás se viene sosteniendo: un gobernador bien evaluado frente a la titularidad de un Poder Ejecutivo que pierde popularidad por su estilo de gobernar, y una izquierda errática, sin dirección, sometida a la voluntad de un hombre.
El PRI, a diferencia del Partido Acción Nacional (PAN) y del Partido de la Revolución Democrática (PRD) tiene un liderazgo en la figura del gobernador Peña Nieto, hecho que es paradójico porque reúne la representación de un partido sin ser su dirigente nacional, sin tener una trayectoria federal y haciendo valer una sanción positiva de un gobernante local; mientras el PAN tiene un liderazgo sobre expuesto en la figura del presidente Felipe Calderón Hinojosa, heredando las opiniones negativas de su administración, en particular, su política de seguridad pública, sin el apoyo real de un gabinete con experiencia y una vulnerabilidad creciente por las críticas a las decisiones tomadas.
El primero tiene una estrategia de comunicación bien operada, que lo ubica en los niveles más altos de aceptación en términos de opinión pública; el segundo, va en caída libre por carecer una estrategia y de las personas capaces de apoyarlo. El presidente Calderón tiene centralizado su gobierno, como en los tiempos del viejo régimen y, por eso, es el blanco de todos los errores, a pesar de asumir retos importantes. Su percepción es mala; la del gobernador es inmejorable, el resultado: El PRI en primer lugar y el PAN en tercero, lejos de competir con decoro.
El PRD no tiene para donde hacerse. La figura, presencia y operación –algunos dirían que terquedad- de Andrés Manuel López Obrador no los deja en paz, quiere figurar siempre y con una razón, la de él, como la única que vale. Nunca es el culpable y siempre impone lo que dice. López Obrador ya no es más un líder de la izquierda, se ha transformado en un guía. Ya no tiene simpatizantes, militantes, ahora busca reunir adoradores y fieles. Su personalísima forma de entender la política, de practicarla y difundirla se instaló en el fundamentalismo, donde la ideología es dogma y sus principios son mandamientos, inspiración divina.
Como Julio César a su regreso de las Galias: Vini Vidi Vinci y él vino, vio y venció en el Estado de México: sometió a la dirigencia nacional y local de su partido, recorrió el territorio estatal para romper la alianza con el PAN y, contra todos, designó al candidato. Frente a la estrepitosa derrota se deslinda y busca culpables en lo que él llama “la mafia del poder”; sale a la luz pública para decir la palabra que habrá de guiar el camino a sus creyentes. El waterloo es de todos, menos suyo. Compitió con su candidato que perdió, pero López Obrador ya había ganado al imponer su mandamiento.
Frente a la derrota de la oposición surgen las alternativas de lucha, de protesta ya desgastadas. Pueden ser válidas, incluso procedentes jurídicamente, pero no gozan de la aceptación ciudadana, porque no pelean una causa social sino un resultado negativo a sus partidos y militancias. No son movimientos de inconformidad social ni suman fuerzas por una causa histórica; es más bien una salida para buscar algo, ante lo evidente que es el resultado electoral. No es el reclamo generalizado de las elecciones del 88, es únicamente la manifestación de la frustración, del enojo por un resultado apabullante a través de acciones válidas en el pasado, pero inoperantes en el presente.
Lo realmente histórico, el hecho destacable sería el reconocimiento del resultado y, con ello, ganarían una sanción positiva de la ciudadanía. Los candidatos del segundo y tercer lugar son figuras nacionales que pueden aceptar denunciando, reconocer manifestando inequidad y ganar en credibilidad, porque en la política nadie pierde ni gana todo para siempre.
La lucha electoral no es la victoria de un candidato, es la normalidad democrática de una sociedad que tiene en su voto la capacidad de definir lo que quiere y en lo que confía. También es la ocasión para avanzar, desde la derrota, en las reformas necesarias para modernizar nuestras instituciones de gobierno y de aquellas que garantizan la competencia.
Nunca en la historia del Estado de México y del país había ganado un candidato a gobernador con la cantidad de votos con la que ganó Eruviel Ávila Villegas; nunca en la historia moderna de las instituciones electorales se había registrado que un candidato ganara los 45 distrito electorales locales y nunca como ahora puede darse un pacto político que fortalezca la democracia de nuestro estado. El próximo gobernador de la entidad tiene una legitimidad respaldada por más 3 millones de votos, condición que no se debe ni puede desperdiciar como sucedió en las elecciones presidenciales del 2000.
Es el momento histórico para superar la denuncia como método de lucha y presión política. Ese es un desgaste que no ayuda al crecimiento y desarrollo del Estado de México. Si hay cosas que cambiar, como seguro existen, es la oportunidad para sentarse y poner alternativas que fortalezcan las instituciones de la entidad.
El órgano electoral del Estado de México tiene sus fallas, pero las críticas no deben apostar por su destrucción sino a su reforma, para hacerlo más fuerte y autónomo. A pesar de las críticas es de los institutos más reconocidos en el país, a veces tomado como modelo para mejorar procesos en otros estados, incluso supera al Instituto Federal Electoral (IFE) en su marco de actuación general. El IEEM es producto del acuerdo entre actores políticos y ese debe ser el camino para su reforma. La facultad para hacerlo es una tarea de los partidos, los legisladores, los medios de comunicación, analistas, académicos y también de los consejeros en funciones; todos ellos tienen algo que aportar para hacerlo mejor.
En el 2000, el país no avanzó por falta de un acuerdo político nacional, de un pacto para avanzar en las reformas estructurales que requería el país; las consecuencias ahí están y las padecen los mexicanos de menores ingresos, los sectores más vulnerables que viven en la pobreza y la pobreza extrema. Eso no queremos para el Estado. Ojalá que los candidatos del segundo y tercer lugar se reúnan con el virtual ganador de la elección de gobernador y acuerden una agenda que haga posible el desarrollo político del estado y sienten las bases de un mejor y mayor desarrollo para todos. Es importante -y sinónimo de civilidad- que pasemos de ser nota a noticia con contenido verdadero.