Estaba el Juan Barrancas en medio de las cruces de las lápidas, del silencio sepulcral, pero en su interior, en su agitado corazón reborbollaba la sangre y se quebraba, se rompía, a su tímpano una voz le susurraba su nombre, Juanito, Juanito y para colmo lo que más le pateaba el orgullo era el diminutivo Juanito, Juanito.
Explotó ¡Vale madres ya hasta escucho voces! ¿qué me pasa? uno que viene a este remanso de paz a visitar a sus difuntos y empiezan a molestar, alzando la vista al infinito y ahora sí, de su aguardentoso pecho soltó ¡ya estuvo Chuchito levántame la canasta! ya me voy a portar bien aunque sea solo un fin de semana jajajajaa, sí el mundo está de cabeza que no se pueda uno destrampar un rato, que tanto es tantito cuando se trompicó y fue a escupir al suelo, cayendo en una tumba, donde el epitafio atrapó su atención que pelo unos ojotes: “Aquí yace el Juan Barrancas que fue un hijo de la mala vida, la gozo pero en el pecado llevo la penitencia” Y de nuevo volvió a escuchar esa voz que ya lo empezaba a enfadar: “ Bienvenido a casa Juanito” jajajajajajaja…
Después de la carcajada volvió el silencio y una sensación atroz de soledad, de estar ahí enmedio del camposanto de la Ciudad amurallada, desde donde alcanzaba a observar la pirámide en honor a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, entre las casas, el edificio de Electra y el club nocturno el Tarasco, que le traía viejos recuerdos, donde para mitigar la ansiedad de tener en sus brazos a una mujer iba a tomar de vez en cuando unos vodkas.
Mientras veía la variedad, del demonio en cuerpo de rubia despampanante que enloquecía a los parroquianos con ese obscuro objeto del deseo al descubierto, al ritmo sensual de una música cachonda que aligeraba su tristeza, que no podía soportar, que nada la curaba y mejor luego se salía a medio estoque, porque todo le parecía vano, sin luz, alegría, y caminaba de regreso a casa, no sin antes echar un vistazo al monolito que estaba enfrente, el observatorio celeste del gran Tlatoani.
Quizás esperando que apareciera el Gran Xólotl le invitara unos pulques del chamaquero, el néctar de los dioses y le presentara a sus princesas y continuar la parranda porque nada lo hacía sentir bien, es más quería llorar quien sabe que lo ponía infeliz, pero no podía, sin pensarlo como era su insana costumbre se fue a caminar a la Plaza Wichita, a un lado de la iglesia de San Bartolo Tenayuca, y se sentó en las jardineras donde está un apache Wichita y en su delirio comenzó a danzar en medio de la madruga y una fogata que lanzaba chispas que habían prendido para no sentir el frío de la noche unos espectros que se rezumbaban una charanda Uruapan.
Le invitaron un trago y no lo pensó dos veces, qué más da que tanto es tantito, el que vino a este mundo a que vino pues a chupar vino, era la frase lapidaria que inexorablemente lo conducía a valer Pífas, que se lo llevara la verdura, se tiró como pelmazo y el espectáculo de las estrellas y la luna lo dejaron de nuevo sereno, aquello era el infinito, esas luces brillantes y el fulgor de la luna lo apacentaron le gustaba el brillo y se alucinaba que irradiando luminosidad bajaría Edwin Fenech, una italiana de calendario y que lo redimiría, comenzaría besándolo apasionadamente para después estrujarlo hasta dejarlo sin aliento, sin vigor pero feliz y contento.
Estaría así a mano con el mundo, pero que estupideces pensaba, rebotaba en su mente, cuando para variar, una sirena de patrulla en el barrio se empezo a escuchar cada vez más cerca y luego unos balazos, era por el Bar La Providencia, diagnosticó su sentido de alerta, a unas dos calles, sonaron más truenos y antes que las cosas salieran de control se despidió de las sombras humeantes y en automático se jalo para el observatorio lunar, brinco la barda que lo resguardaba y se tiró al pasto que húmedo lo medio volvió a la realidad, ahí frente a su cabezota una hilera de cabeza de serpientes, pareciera le sonreían con sus afilados colmillos, pétreas reptantes, las esculpidas y floreadas junto con la calaveras empotradas brillaban sus ojos bajo el manto de la noche.
Se quedó observando quizás le mandarían una señal, para saber si soñaba o era un alucine barato de sus desordenes alcanforados , pero nada, y como siempre sin hacer caso a su nublada mente de descansar del trote, inicio el ascenso a la punta de la pirámide, era una escalinata de menos de cien peldaños, quizá más pero que ya en la cima ofrecía un espectáculo increíble, las luminarias y focos de las construcciones de cemento, las luces de neón refulgían, pero lo más impresionante era el cintileó de las estrellas y de una de brillantes colores que se dirigía al punto del solitario Juan Barrancas, que no sabía qué hacer, si moverse o hacer contacto con ese milagro que iba directo a su mutante humanidad, pero esa es otra historia…