Segunda Parte
A sus 57 años, López Obrador parece acumular siglos, no sólo por su cabello blanco y libre del gel que obsesiona a sus adversarios, sino por lo que dice, por lo que piensa, por lo que pretende representar y porque sedujo a las y los ancianos de este país, que ven en él un mito, un superhéroe que –al menos en el DF- cada mes les deposita sus setecientos pesitos.
Andrés Manuel ha cultivado una poderosa conexión con los viejos, pero también con el pasado. Nadie lo hizo antes que él y en ello estriba una parte significativa de su fortaleza: tomó como nicho temas importantes que otros despreciaron. Esto da ventaja cuando los políticos se obsesionan con la futilidad de “quedar bien”, de “ser correctos”, “populares”, “oportunos”, “juveniles” u “ocurrentes”.
López Obrador optó por ser diferente a “los bonitos” y “quedar bien”, lo que le permite contrastarse y ocupar él sólo un espacio enorme y significativo del espectro político. Sus pares y él son “los otros”, los incorrectos, los desafiantes, los que llevan la indignación de sus seguidores –y de muchos más que no lo somos- al extremo de la realización, del insulto, del romper reglas, para construir un espacio de fuga para quienes ya están realmente hartos de la verborrea política, del fingimiento, de la corrección sumisa y estúpida: “¿disculpe, me puedo morir de hambre aquí…? verá usted, no he comido”.
Por ello, para pasar de la necesidad a la indignación y de la indignación a la acción –“sólo el pueblo puede salvar al pueblo”- López Obrador requiere y obtiene provecho de los personajes bizarros que le rodean: Fernández Noroña a la cabeza, pero muchos otros que con él y como él abrieron y mantienen un frente contra todo y a favor únicamente de sus trayectorias políticas.
López Obrador busca articular a los excluidos, que no son pocos, a partir de ser él mismo un excluido al menos de los círculos tradicionales de la política, cercanos necesariamente al poder económico y otros espacios de poder institucionalizados. Incluso, dentro de su propio partido, antes que asumir una derrota –como lo fue el triunfo de Jesús Ortega sobre Alejandro Encinas en la Dirección Nacional del PRD- López Obrador optó por automarginarse, por excluirse y ser él mismo centro de un espacio diferente. En el sistema político, entre los partidos políticos y aún dentro de su propio partido, AMLO es el otro y, como tal, jamás ha tenido que aceptar una derrota.
Permítaseme una digresión. Ocurre que los niños crecen, los que estudiosos muy probablemente lo sigan siendo de grandes, igual con los intrépidos, igual con los graciosos, pero también crecen quienes nunca aceptaban un error, los que movían las reglas a su favor, los que clamaban que el gol, clarísimo, no había entrado. AMLO, está claro, no puede admitir una derrota, simplemente toma su balón y se va jugar, con sus propias y elásticas reglas, a otro lado “donde no encuentre más tramposos”.
Sus seguidores suelen ser como él, han perdido tanto –o al menos eso suponen- que resulta fascinante la idea de no volver a perder. “Nos robaron, pero no nos derrotaron”… “moralmente, somos superiores”… “digan lo que digan, tenemos la razón”… “son los ideales lo que importa, no los intereses”. En fin, nunca más una derrota, porque si no se acepta, simplemente no existe, y es posible construir una realidad paralela, entregar una medalla en el zócalo y declarar triunfador a un andarín que fue descalificado en las olimpiadas… o declararse “presidente legítimo”… ¿por qué no?, ¿dónde está el límite?.
Bajo esta lógica, AMLO no necesita partido; en todo caso los partidos lo necesitan a él. En una relación por conveniencia (como la que construyó el PRI con sus partidos satélites PARM y PPS en el tercer cuarto del siglo XX) AMLO mantiene un sólida relación con dos membretes políticos que le garantizan acceso a posiciones y financiamiento para su movimiento, a cambio de los votos que él concita y que los partidos membrete serían incapaces de alcanzar por sí mismos.
Desde la comodidad que ese espacio propio le brinda, López Obrador ha esperado “ver pasar frente a su puerta los cadáveres de sus enemigos políticos”, haciendo lo que esté a su alcance para acelerar su fin. Desde ahí, con un gusto contenido vio desfilar con los pies por delante –políticamente hablando, desde luego- los restos de Cuauhtémoc Cárdenas y quienes le seguían, como Rosario Robles y el otrora poderoso Carlos Ahumada; el de sus adversarios en el DF, principalmente el de René Arce; ahora el de Amalia García y pronto el del Jesús Ortega.
La pregunta es si espera ver pasar también el de Marcelo Ebrard… yo diría que sí, pero que AMLO preferiría que fuera después de la elección, luego de ser declarado el candidato y su carnal Marcelo, nombrado como el coordinador de su campaña.
Qué se necesitaría para que esto ocurra: I) que Marcelo no gane a AMLO la nominación del PRD a la presidencia de la República y, II) que AMLO negocie con Marcelo en términos de mayor equidad para el actual jefe de gobierno, espacios importantes en el DF y, eventualmente la candidatura para dicho cargo. En realidad, el primer supuesto es muy improbable: las posibilidades a favor de Marcelo son remotas, sobre todo, porque AMLO no quiere, no sabe, no puede, no va ni está dispuesto a perder… simplemente porque AMLO no pierde.
La fuerza que compone su movimiento se basa en el coraje y el instinto, y él mismo representa una síntesis de tales pasiones. Sin duda posee un instinto político privilegiado que le lleva a hacer cosas que otros no hacen: el proyecto de los segundos pisos sobre periférico y viaducto, por ejemplo, estaba en los estudios que realizó Espinosa Villareal desde su paso por NAFINSA, antes de ser Jefe de Gobierno. Nadie se atrevió a emprender esa importante reforma de la estructura vial de la ciudad hasta que lo hizo AMLO.
Lo mismo ocurrió con el apoyo a “los viejitos”, cuando era impensable promover políticas sociales universales y la entrega directa de recursos financieros, con la sola y notable excepción de Procampo. López Obrador lo hizo y ganó el aprecio y el voto no sólo de los viejitos de las colonias pobres de la ciudad, sino también el de los pobres viejitos de las colonias más adineradas. Además, el bono para los viejos dignificó –ya por la toma de consciencia, ya por interés- la vida y el orgullo de la tercera edad.
De cara a la elección de 2012, López Obrador debe recordar la persistencia de Salvador Allende, de Menem o de Lula, quienes se presentaron tres, cuatro y hasta cinco veces como candidatos presidenciales, hasta que su persistencia rindió frutos. Salvo el malogrado Dr. Allende, los demás llegaron al poder y les costó trabajo retirarse de él. Quizás piensa también en Hugo Chávez, que resultó ser un peligro para Venezuela y una lápida para su vida democrática.
De hecho, una estrategia del personaje es la inconsistencia declarativa, decir una cosa y luego decir lo contrario y luego afirmar que “no le gusta decir mentiras”, jurar que es honesto y advertir que “no es un ambicioso vulgar”. Yo creo que parece serlo en todo, excepto en el éxito que ha tenido, por la necesidad que tiene “el mercado político” de ver a un personaje distinto, un político a su modo “antipolítico”, cuando los otros –pero también él mismo- gozan del mayor desprestigio y rechazo de la mayoría de la población.
En este marco, hablando de López Obrador, pero siempre en la arena de los políticos ¿a poco no hacía falta un rudo, rudo, rudísimo? Si usted opina que sí, es probable que éste malestar, que a muchos nos genera, sea parte de su estrategia, una buena estrategia ciertamente.
*Humberto Trejo, Politólogo.