La crudeza de la inseguridad que padece buena parte del país, nos ha mostrado con pesar que el problema es de fondo, lo que no hay es aprecio por la ley, que equivale al respeto por el otro y por la comunidad. Se trata, dicen ahora, de un problema de fondo, un problema de valores que la escuela debe atender… las familias no tanto, porque cada vez es más frecuente descubrir que hay familias dedicadas por entero –eso sí muy unidas- a la innoble tarea de delinquir. La escuela entonces, es o debiera ser la solución, pero ¿tiene la escuela la posibilidad de reducir la violencia y mejorar la convivencia social?
Toda escuela es, por definición, un espacio estructurado para generar procesos de enseñanza aprendizaje. Las reglas, la distribución de tareas y de roles, es inherente al espacio escolar. En este sentido la escuela es no sólo una buena idea, sino una idea generosa porque multiplica las oportunidades de aprender y, por ende, de desarrollarse entre la mayoría de la sociedad que asiste a estos espacios para aprender a conocer, a hacer, a ser, a convivir, a valorar y trascender; sin embargo, ésta buena idea, simple y generosa, que es la escuela y aún más la escuela pública, difícilmente alcanza estos objetivos, de hecho, casi nunca.
Es claro que, cuando se aspira a la perfección y no se logra sería un error llamarlo fracaso; lo perfecto, simplemente, no existe y nadie debiera imponerse tal meta. Lo sabemos y estamos a gusto con las escuelas que hemos construido; así como son, imperfectas, incompletas, incapaces, hostiles o francamente violentas. De hecho, las reglas bajo las que están organizadas, así lo permiten y lo fomentan.
Somos una sociedad donde se cultiva la discriminación y el miedo a ser discriminados, porque ser diferente aquí equivalía a ser inferior, a ser vejado. Cubrimos nuestras diferencias señalando la diferencia del otro, de los otros, cualquiera antes que nosotros… y la escuela pública se organizó para reproducir este modo de ser y darle sentido.
En la escuela pública mexicana, lo que cuenta es ser igual, mimetizarse, obedecer, no sobresalir, aceptar el arquetipo del buen estudiante, el que siempre cumple, el que se pela cortito, el del uniforme perfecto. No en vano el dato más sobresaliente que arroja la prueba PISA sobre los estudiantes mexicanos es la proporción extraordinariamente pequeña de alumnos sobresalientes.
En la escuela pública mexicana, oficialmente está prohibido ser diferente. No importa lo que digan las leyes, para los directores de las escuelas y para la mayoría de los maestros, está estrictamente prohibido y es inaceptable: a) no portar completo, limpio y adecuadamente el uniforme; b) portar prendas, adornos o accesorios que no pertenezcan al uniforme; c) traer un corte de pelo distinto al autorizado por el reglamento (que inexplicablemente para ellos, ya no puede llamarse así); d) no usar el calzado del color o el tipo autorizado para cada día; d) pintarse el cabello, maquillarse de cualquier forma, pintarse las uñas, tatuarse o perforarse son conductas que ponen a cualquiera al filo de la suspensión; e) llevar celular o prácticamente cualquier otro juego electrónico o de mesa; f) llevar pelotas de cualquier tipo, cuerdas y juguetes en general; g) escuchar música; h) correr… en fin, las restricciones directamente vinculadas con la expresión de la individualidad de los alumnos y sus familias, pueden ser interminables… prácticamente basta con que se genere alguna forma de expresarlas (cierto tipo de baile, cierto tipo de prenda, cierto tipo de código) para que inmediatamente se enliste en el catálogo de lo prohibido.
Se trata de un juego fascinante porque confiere a los maestros, a los padres de familia y a los alumnos un poder inmenso. El maestro puede no tener la autoridad del conocimiento, pero lo que sí sabe es prohibir y hacer cumplir sus decisiones. Sepa o no sepa enseñar, es un maestro bueno porque evita que los alumnos se desborden. Los padres de familia suelen estar prestos a señalar a otros padres que son o les parecen diferentes y piden a sus hijos que señalen y se aparten de los diferentes. Algunos, acosan a los diferentes; otros, acosan por saberse diferentes. La inflexibilidad de las normas en cualquier ámbito, pero sobre todo en la escuela, equivale a consagrar la intolerancia como la función más visible e importante en la estructuración del ambiente escolar.
El acoso escolar, que tanto y por tan buenas razones comienza a alarmarnos, es apenas un síntoma que revela la incapacidad que hemos tenido, como sociedad, para emprender un camino diferente, donde más allá de la retórica fácil, la mayoría reconozca el valor ético de la igualdad de oportunidades y el derecho a ser diferentes, así como ver en la pluralidad una riqueza.
Hacerlo significaría cambiar de fondo la organización escolar, privilegiar el conocimiento sobre las opiniones, las leyes sobre los “reglamentos escolares”, las personas reales sobre los modelos ideales; los alumnos sobre los maestros, los maestros sobre los directivos, la educación sobre la administración, el fondo sobre la forma.
Parece remoto, pero no lo es tanto si de verdad nos decidimos a hacerlo.
*Politólogo