Contrario a lo que pudiera parecer, la presencia del crimen organizado es sigilosa, oculta y discreta. No es proclive al sensacionalismo que manejan los medios; tampoco se expone a la luz pública, porque pone en riesgo su continuidad, su presencia y los vínculos que hacen posible su operación lucrativa. No buscan la confrontación con el sistema sino ser un elemento más de su diseño.
La violencia que se vive en los estados y municipios; el enfrentamiento con el Gobierno Federal y las disputas entre los grupos por mantener y ampliar sus territorios no son hechos que describan o pongan en evidencia la capacidad operativa que tiene el crimen organizado. Tampoco las muertes, los asesinatos, el secuestro, el cobro de piso y los levantones constituyen acciones que dimensionen el poder real de las organizaciones criminales. Pueden ser estrategias, formas de manifestar su presencia o control de alguna ruta, zona, entidad o municipio; pero no son las únicas que emplea la delincuencia organizada. Puede que las organizaciones dedicadas a actividades ilícitas amplíen más su poder con acciones no violentas, frecuentemente con quienes están obligados a combatirlos. Ese es el verdadero problema y el enemigo al que se debe combatir.
En un texto interesante y que reúne información basta sobre el crimen organizado, Jean-Francois Gayraud[1] nos dice que “la gran delincuencia organizada es, en esencia, parasitaria y encubierta. Nada debe conducirla a mostrarse a la luz del día, su naturaleza fundamentalmente depredadora la obliga a actuar con discreción”. Este planteamiento fortalece la idea de que lo que vemos es un sensacionalismo lamentable que distorsiona la lucha verdadera contra el crimen organizado.
Dentro de las amenazas a la seguridad nacional de los países, se presentan tres manifestaciones genéricas: el terrorismo, el crimen organizado y la subversión política. Según nuestro autor, “la lógica terrorista propugna la confrontación; la criminalidad propugna su integración al sistema… A la subversión política le gusta actuar en el escenario, y al parasitismo criminal entre bambalinas”. Por lo tanto, se define que el fenómeno mafia implica un crimen de muy alta intensidad y de muy baja visibilidad.
De ahí que la lucha contra el narcotráfico tiene que darse con mecanismos de inteligencia al nivel del adversario que se tiene y no por la vía de la confrontación armada como se ha venido ejecutando. Puede ser un recurso temporal válido por la corrupción evidente de los cuerpos de seguridad pública y de las procuradurías de justicia, pero no prolongar este mecanismo, porque puede resultar contraproducente al exponer a las fuerzas armadas al poder corruptor del crimen organizado.
Ante el sesgo en la lucha contra la delincuencia organizada, la autoridad federal se ha visto presionada por las muertes de personas inocentes, con lo que crecen las voces –unas sinceras y otras manipuladas- de dar un giro a la estrategia implementada. Sin embargo, se percibe que algunos promotores del cambio de estrategia quisieran el regreso al estado de cosas donde se operaba a partir del acuerdo y la tolerancia de los grupos criminales. El problema es que ahora se combate a un adversario que ha logrado vínculos propios de un negocio trasnacional, inserto en la variante económica de la globalización. Esto hace que la autoridad tenga que aplicarse en la lucha del fenómeno criminal con acciones de largo plazo que depure las instituciones infiltradas y rompa la protección de los vínculos institucionales generados por décadas de encubrimiento y protección a los dedicados a las actividades ilícitas.
Estamos ante una realidad del país donde los delincuentes pueden constituirse como configuradores del poder público y político en distintas regiones del territorio nacional. Un ejemplo de esta capacidad de configuración –aunque en un escenario distinto, pero con resultados similares del riesgo que ello significa- Gayraud señala que “en 1999, tras la expulsión de los serbios de Kosovo por las fuerzas de la OTAN, se plateó una situación de vacío político que benefició al UCK (Ejército de Liberación de Kosovo). Sin embargo, esta milicia, amparándose en la lucha por la liberación nacional y el panalbanismo, no es más que un disfraz de la mafia albanesa, bajo la mirada miope de una administración internacional, rica y complaciente. Desde entonces, en esta pequeña “Colombia balcánica” se práctica, de forma ininterrumpida, el tráfico de armas, drogas y prostitutas”. Esa es una consecuencia de permitir -y en los casos donde ya ocurrió no combatir- la participación oculta o encubierta del crimen organizado, que tiene los medios económicos y de violencia para corromper y amenazar a quienes son su objetivo.
En un país como el nuestro donde no existe una reforma fiscal, donde se depende de las remesas de los mexicanos expulsados de su propio país, donde no existe una apertura en el manejo y explotación del petróleo, donde la democracia y la competencia electoral está secuestrada por los partidos políticos, no se puede ocultar la realidad. Mientras no se afecte la estructura financiera que genera el dinero ilícito del narcotráfico difícilmente se puede aceptar que se combate al crimen organizado. Pueden detener la cantidad de asociados al tráfico de drogas que puedan, pero eso no afecta significativamente su actividad delincuencial.
La estrategia actual puede que esté debilitando a unos y, sin que ese sea el propósito, esté fortaleciendo a otros. La sola acción del Gobierno Federal puede estar generando un efecto involuntario y paradójico: que sus esfuerzos de lucha sean canalizados en favor de uno de los grupos en disputa.
Haciendo una crítica sobre lo que sucedió en Estados Unidos, al autor citado nos dice que “si hacemos un análisis retrospectivo, encontramos todo un sistema político (presidentes, ministros de justicia, gobernadores, alcaldes, etc.) y judicial que mantuvieron un comportamiento más que dudoso. En aquella época, no existió consenso ni conciencia alguna sobre la necesidad de luchar contra una organización infiltrada y temible (y desapercibida)… En el fondo, el crimen organizado formaba parte del American way of life”. No sabemos hasta dónde estamos en esta condición de codependencia entre el poder político y el crimen organizado, en particular con el narcotráfico; sin embargo, no esperemos llegar al Mexican way of life.
Existen dudas sobre la forma de combatir a los grupos criminales, pero más sobre el destino de los recursos generados por el tráfico de drogas que, según los datos, es una parte significativa del Producto Interno Bruto (PIB) de economías como la de México. Por eso la reflexión siguiente es adecuada. “Si el Estado, por ceguera o por pereza, durante mucho tiempo no ha actuado contra la actividad mafiosa, su reacción tardía tendrá que limitarse a combatir los fenómenos criminales periféricos, pues la raíz del problema se encontrará fuera de su alcance”. La pregunta es: ¿En qué momento estamos?.