En las épocas del PRI como partido hegemónico, la actividad política seguía sus modos, tiempos y lugares. Nadie se movía por derecho propio, todos se alineaban, pedían permiso y, llegado el momento, se disciplinaban. El dicho popular era “el que se mueve no sale en la foto”. Y así fue durante décadas. El alebrestado era señalado por todos, primero para quedar bien con “el jefe” y, segundo, porque al evidenciarlo quedaba fuera de la jugada. Entonces la regla imperante era “quiero, pero lo que diga el patrón”. A eso llamaban lealtad y disciplina, el que acataba siempre tenía su premio, un reintegro, como en la lotería.
Sabiendo el procedimiento, al que no le tocaba, levantaba la mano al ungido y tomaba su lugar en la fila. Nada sucedía fuera de las reglas no escritas del viejo sistema político mexicano. No había de otra simplemente, porque no había otro partido; era el PRI o era el PRI. En el PAN la cosa tenía un carácter democrático, en particular porque ser candidato era más una opción cívica debido a que no había posibilidades de triunfo. Poco a poco fue creciendo en preferencias y llegó a ser una opción para ganar al invencible PRI. El rechazo a las formas caciquiles del partido del régimen, los abusos del poder político, encabezados por el presidente del país, provocaron la reacción ciudadana que vio en Acción Nacional una vía para arrancar espacios de representación y de gobierno al sistema presidencialista.
Ante lo inevitable, la élite política priista no tuvo opción que avanzar en un marco electoral que permitiera la participación de la oposición en el Poder Legislativo, reconocer algunos triunfos del PAN en elecciones estatales y aceptar los resultados en comicios municipales, incluso de los partidos identificados con la izquierda. Más que una transición democrática, el sistema político permitió el acceso al poder público como una manera de ganar legitimidad hacia el exterior. Desde el sistema, el discurso oficialista insistía en que México era un país democrático, porque ganaban el PRI y el PAN la presidencia, pero nunca la izquierda. Se valieron de todo para no ceder el control del país. Con el arribo del partido Morena, el dominio de las élites económicas y políticas llego a su fin.
Sin saber qué camino tomar, el PRI y el PAN han cometido reiterados errores ante las derrotas contundentes que ha sufrido ante Morena. Parece que, además de perder elecciones, han perdido la razón. Nuevamente se echan a los brazos de un evasor que solo busca salir de sus problemas, no de construir un proyecto de nación. No existe base ni sustento en las alianzas que estructuran, pierden de todas, todas. Están entregando su voto duro a un sujeto que busca hacer presión al Poder Ejecutivo cuando lo único que tiene que hacer es cumplir la ley, esa que sus pares aceptaron, pero él dice que no. Tiene y vive en un mundo aparte y ahí se ha llevado a esos partidos, a sus dirigentes; estos últimos más que convencidos acuden por miedo a ser destruidos por los medios que controla el magnate rebelde.
Van a una competencia electoral que todavía no empieza y ya están derrotados. La unión de esa oposición no es política, es un intento para desestabilizar a México, a partir de la manipulación de los hechos en alianza con los medios tradicionales. La narrativa es golpista. Pelean por la versión de su México, ese que ya no existe, pero lo quieren de regreso. Organizados así, su enemigo no solo es Sheinbaum, es quien esté en la presidencia que no sea de ellos.







