La roja sangre otra vez la sentía tibia, era de la nariz y empezó a manar la moronga,
dejando escarlata la carota del Johny Barrancas que despertó de sus sueños guajiros de
Rastafari en el paradisiaco Puerto Escondido, donde el sol reinaba con sus espectaculares
rayos, el mar era majestuoso, la arena que lo cubría casi totalmente a excepción de la
cabeza, era una ilusión más de sus cocteles de alcohol y mariguana, como también los
cangrejos que acechaban su narizota de príncipe neo chichimeca, pero que para presumir
decía que era un perfil griego que lo emparentaba también con el desatado Calígula.
El golpe fue seco, lo habían sorprendido a la malagueña una vez más, los traicioneros con
los que se había topado la madrugada esperaron el momento oportuno y aprovecharon su
placido sueño para la venganza, también le dieron unas patadas que le reacomodaron el
esqueleto y ya no recordó más…
Las manadas de toro revoloteaban la tierra y las nubes de polvo cubrían aquellas bestias
cornúpetas que arreaban los caporales, eran cientos de toros, uuuyyy hace un friego de
años, –imagínate era una niña de 12 años, ya voy para los noventas, bueno pero en
realidad tengo 18 y yo ¡como Sana Elena cada vez más buena! era la voz de Pachis la que
se escuchaba en la sala de aquella casa de San Lucas Matoni, por la Ciudad Amurallada—,
pasaba toda la carne para el rastro de Mimosas, por la avenida Insurgentes cuando
todavía ni construían el Monumento a la Raza, por ahí estaban los corrales y hasta allá
íbamos por la leche allá era el establo esa si era leche una natota que daba.
Se asomaba uno de los toros y córrele recordaba la paciente paramédica que relata a un
ensangrentado sujeto, como que se atoraban los cuernos, como chocaban cuando se
peleaban y luego un chiflido ffifiuuuuuuufiiiiiuuuu que hacia el caporal para avisar que se
había escapado un toro y córrele patitas para que quiero.
Las páginas del pasado, de un siglo veinte que se fue como la revolución y que
recapturaba la joven viejecita que recordaba que el patiesote donde vivían: habían 13
lavaderos y por donde pasaban los rumiantes y que a lo chamacos quienes raudos y
veloces, –continuaba la cabecita blanca Pachis–, no metíamos por abajo y que nomás se
escuchaban los bufidos de aquellos búfalos, era un jelengue bien sabroso, no había
celulares, aquellos eran nuestros juegos.
Cuando los toros enamorados de la luna que abandonaban por la mañana la manada y
pasaban por la calle de Inglaterra, por San Simón Tolnahuac de mis recuerdos, seguía la
voz de la historia oral, cuando era de las colonias de las orillas de la ciudad de México,
nos montábamos en unas piedras y sentíamos como rozaban los cuernotes, ¡era un
pachangón, pura adrenalina! pero cuando se escabapa un toro, los vaquero lo jalaban,
pero luego se iba sobre los caballos, y una ocasión que en el corralón donde estaban las
casas fue en la de Benita, una indita que vendia peneques, ¡que nos corretea y que cierra
la puerta! ¡No se vayan a salir! Nos gritaba y el malvado toro que casi tumba la puerta
pero que llega el caporal, pero ya había hecho sus detrozos el furioso búfalo que se lo
llevaron a hacerlo bistec al rastro que estaba por Canal del Norte por donde comienza la
Calzada de Guadalupe por el rumbo de Tepito, también por ahí vendían un pozole para
chuparse los dedos, donde luego Doña Luz, mi mamá y mi abuelita Loreto, nos llevaban,
uyy los servían con harta carne.
Los juegos, uujule, pues mi Juan, te platicó, –el Barrancas escuchaba adolorido y jocoso
la charla —, después de que lo habían curado tras haberlo dejado como santo Cristo
todo ensangrentado de la cara, tomándose un cafecito de canela—, pues beisbol, futbol,
tacón, burro 16, entamalado, burro trébol uyy en aquel patio grandísimo de la vecindad,
pero nomas te veo y me acuerdo de mi hermano Héctor, que un jijo nombrado Manuel
Rodolfo ya se lo había agarrado de su puerquito, porque iba al baño de afuera y esa vez
que llega Héctor con el cachete morado el ojo morado y con sangre en la nariz, porque le
habían dado un patadón en la cara, le había crecido otra cara, como te dejaron a ti.
Y que voy y que le digo porque le pegaste y que a ti también te doy me dijo y que le
suelto un patadón donde pude y que me da una trompada él y ya me iba a caer y me dio
un corajote y pácatelas que lo pepeno de la camisa y que me jala de mi cabello y que le
doy en cojones al Manuel y que se dobla y que lo pateo para que se le quite lo encajoso y
que grita el mariquita ¡mamá! y que bien doña Rosario y que dice escuincla marimacha, y
que ya en la tarde fue con mi mamá cuando regreso de trabajar que va y que me acusa de
marimacha que le había pegado a su hijo el chillón, que le había pegado en sus partes
nobles al marinconcote y ya me iban a regañar cuando le conté lo que le habían hecho a
Héctor y a mí me había jalado mi cabello, hasta me lo arranco por lo que se le quedo
mirando feo a la quejumbrosa y le dijo bien cabreada ¡Doña Rosario usted con sus hijos
educados y yo con los míos maleducados que le parece! y que mejor se fue, y que me
salgo de la regañiza.
Yo era bonitilla, –todavía Pachis repuso el galante Johny Barrancas–, una gitanita de ojos
grandes y negros, mi cabellara negra y trenzada, tenía lo mío, recordaba Pachis, mientras
el Barrancas ya se echaba unos tacos de chicharrón prensado y de frijolitos que le había
invitado la otrora infanta justiciera, tunde chamacos cuando que tocan el zaguán como
desesperados casi queriéndolo tumbar y que el Barranacas que se para a la de sin susto y
que mira por la ventana y cuando vio quien irrumpía de esa manera tan abrupta empezó
a palidecer más de lo que ya estaba pero esa es otra historia..