La alternancia en el poder político no hizo un mejor México, lo que mostró, lo que puso al descubierto son sus carencias. En consecuencia, el país atraviesa por una severa crisis en sus instituciones. Los responsables no son los miembros del crimen organizado ni sus líderes organizados en cárteles que luchan por el dominio de una plaza; son los políticos los causantes del mal momento que tiene a México sumido en el descrédito internacional y en una desmoralización de la sociedad que es víctima de los errores cometidos por sus propios gobernantes. Los partidos políticos —donde militan los políticos del desprestigio— se han convertido en mecanismos de control del poder público y no en promotores de un mejor y buen gobierno.
El discurso reivindicador de la oposición en su conjunto ha dejado de existir, pasó al olvido y lo que tanto crítico del pasado reciente del sistema político mexicano es ahora el color que tiñe su desdibujado rostro. La lucha por arribar al poder para construir un México más justo y de oportunidades para todos dejó de ser su bandera de lucha. La clase política opositora al régimen de partido único llegó al cargo público y lo perdió sin pena ni gloria. En muchos de los casos, lejos de cambiar los usos y costumbres, los imitó; incluso más allá de los límites observados por su histórico adversario. Una de esas prácticas fue la ampliación de la corrupción en las áreas de la función pública. Ninguno escapó del mal que aqueja al país desde sus cimientos; nadie intentó, o si se lo propuso tampoco pudo, disminuir al mínimo el dominio que ejerce la corrupción en el permanente actuar de la administración gubernamental.
Durante el dominio único del Partido Revolucionario Institucional (PRI) fue fácil articular un discurso que atribuía el monopolio de la corrupción a los gobiernos y políticos emanados de ese partido. Sin embargo, tan pronto arribaron al poder el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PDR) sus gobiernos cayeron en el encanto de la señora corrupción; esta señora tentación los recibió de plácemes al grado que en muchos casos superaron a sus antecesores. Débiles ante los encantos del poder, la oposición dejó la austeridad e ingresó a disfrutar de los placeres que hace posible el uso indebido de los recursos públicos.
Escándalos, señalamientos y excesos marcaron a la clase política del país, pero el actor ya no era únicamente el PRI sino sus más fieros competidores: el PAN y el PRD. Ninguno pudo —y ahora menos— arrojar la primera piedra. Lo peor es que el cáncer delincuencial ha permeado en todos los niveles de gobierno, al grado de ser el origen de la pérdida de legitimidad de los poderes de la Unión. Nadie está exento del desprestigio bien ganado de la clase política.
A pesar de que se ha querido desvirtuar la realidad, estamos frente a un escenario donde los partidos, sus dirigencias, gobiernos y legisladores están sujetos por la misma cadena que sostiene la corrupción y pedir que sean ellos los que la enfrenten o la combatan es pedir “peras al olmo”. Su nivel de contaminación criminal es alto, es la carta pública que los identifica, es el rostro que se ve desde la sociedad. Es tal la percepción negativa de los ciudadanos hacia sus gobernantes que decirles rateros, flojos o cínicos es tanto como “echarles un piropo”. No hay medida en las conductas contrarias a la ley que pueda hacer reflexionar al político, tampoco existe escándalo que lo separe del cargo o lo lleve ante la ley que él mismo representa, pero que cotidianamente viola.
La realidad ha superado cualquier pronóstico de lo que se esperaba de la alternancia política. Se tenía la expectativa que nuestra llamada transición a la democracia hiciera posible construir un país diferente, progresista y más competitivo en el mercado global, pero nunca que el resultado fuera una nación guiada por la tragedia que impone la corrupción. El imperio de la ley sucumbió frente a la diosa corrupción, la deidad de los políticos que, sin ideología ni principios, se han convertido en meros mercaderes del poder público. Sin credibilidad y carentes de un mínimo de autoridad moral, las dirigencias partidarias y sus seguidores —o cómplices— han restado contenido al noble ejercicio de la política.
Desafortunadamente, en la piedra (o techcatl) de los sacrificios la víctima es el pueblo, al que luego de saquearlo y de negarle el derecho a un futuro mejor, lo arrojan desde la cúspide de la pirámide de la desgracia nacional para que toque fondo, el de la pobreza y la marginación. Juntos han oficializado la repartición del presupuesto público como botín del asalto a las arcas nacionales y nada les importa más que llevar a su ámbito de complicidad la mayor cantidad posible. Así han acabado con el presupuesto público, quitando vida al país y acabando con la generación de oportunidades para los jóvenes.
La transición política mexicana no se encausó por la ruta de una mejor democracia, tampoco fortaleció la cultura cívica del país y en vez de ciudadanizar el ejercicio del gobierno lo dividió en pandillas organizadas desde las estructuras partidistas; incluso, a pesar de los mismos partidos. Hace unos días pregunté a un hombre al que reconozco sus conocimientos y calidad moral su opinión sobre el sistema de partidos en México y su respuesta me confirmó la imagen que se tiene de ellos. Con argumentos sencillos me explicó que efectivamente el PRI está mal, que es un partido que no ha podido romper con su pasado autoritario, a pesar de que se ha esforzado por tener una militancia joven y renovada; su praxis política no ha cambiado y siguen por el rumbo de la verticalidad, guiada por una voluntad única, de “arriba”.
El problema es que el PAN y el PRD están peor, ambos partidos han llegado a un nivel de descomposición nunca observado ni en el PRI. Cuando suben a la tribuna a denunciar lo que consideran un acto de corrupción suben con paraguas, porque están escupiendo para arriba. Son políticamente tan débiles frente al partido en el poder federal que aceptan barbaridades como la reforma electoral que dio origen al Instituto Nacional de Elecciones (INE) que es el mayor atentado a la división de poderes y al Pacto Federal mismo. Pueden hacer o aceptar lo que sea, porque son parte del poder absoluto y el poder absoluto corrompe absolutamente.
Su interactuar en la alternancia del gobierno no contrastó proyectos y formas de conducir los asuntos públicos, su combatividad opositora fue sustituida por una alianza sostenida en el perdón, por hacerse de la “vista gorda” ante actos ilegales cometidos por sus gobiernos. Su pacto mafioso tiene efectos directos en la existencia de una república mafiosa, renovada y pujante, tal como lo definió Héctor Aguilar Camín, tomando una frase de Fernando Escalante Gonzalbo. República que no es patrimonio del PRI como hasta hace dos décadas, ahora es compartida y con un porcentaje de acciones considerable para el PAN y el PRD; es decir, la modernidad no desterró las prácticas ilegales sino que las extendió, las interiorizó a los partidos de oposición cuando llegaron al cargo público. Pronto aprendieron a negociar en lo oscurito al margen, por debajo o por encima de la ley.
El daño causado es estructural, de fondo, y su reparación o el inicio de una posible alternativa es aceptarlo; es actuar como el enfermo que reconoce que tiene un problema y que salvar su vida depende directamente de esa actitud honesta. Nuestra clase política es el cáncer que invade las instituciones de gobierno del país y tiene que ser combatido directamente, para evitar una confrontación motivada por la desesperanza, la impotencia y el cansancio del pueblo. En este momento la movilización, particularmente de estudiantes, fue motivada por la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero; pero existen otros acontecimientos abominables que han desgarrado la conciencia social nacional sin que la clase política actúe para remediar ese mal superior. Se han convertido en meros espectadores de la realidad nacional y su salida favorita es salpicar palabras sin sentido ni contenido; son una diarrea de palabras con nulo contenido concreto. Son tan cínicos que su incapacidad la pretenden sustituir con despensas, regalando “teles”, pelotitas o cobijitas como si los ciudadanos no supieran que salen del mismo dinero público.
El escándalo es la imagen pública de nuestros políticos, sus excesos son pan de cada día, su paso por el gobierno se distingue porque de la noche a la mañana se inscribieron en el catálogo de los nuevos ricos de este país tan pobre. ¿Existe una salida?; ¿Es posible que esto cambie?; por supuesto. El primer paso es la renuncia de las dirigencias nacionales de las tres fuerzas políticas: PRI, PAN y PRD. Que cada uno decida a su nuevo líder para encabezar las tareas hacia un nuevo pacto político, fundado en la legalidad, la transparencia y la rendición de cuentas. Solo se necesita voluntad y visión política.