La presidenta de la república, Claudia Sheinbaum Pardo, tiene ante sí un panorama extraordinario, con altas expectativas de la sociedad que, abrumadoramente, votó por ella; será una mujer de poder y con poder para orientar el rumbo de la nación hacia mares pacíficos, pero también los habrá turbulentos. Sus adversarios locales saben que ella tiene una condición inmejorable para gobernar sobre su propia agenda. Ellos, los que hasta 2018 eran dueños del poder político tienen claridad sobre el valor de lo que perdieron y no van a aceptar ser subordinados del poder de la presidenta Sheinbaum, porque fueron dueños de esa atribución durante 36 años.
De 1982 a 2018, el presidente de México pasó de ser aliado de los hombres de negocios a ser su subordinado. Los partidos dejaron de tener importancia política, esa relevancia pasó a manos de los dueños de los medios de comunicación que los sustituyeron. Las militancias y las dirigencias partidistas asumieron roles de orden administrativo donde su mayor función fue la aceptación de la figura sobre la que tendrían que competir. En más de las veces fueron coaliciones o candidaturas comunes impuestas fuera del ámbito de los propios partidos y de sus militancias. ¡Este es el político que nos gusta y punto, será el candidato y luego gobernante!
A partir de la imposición de los candidatos a presidentes del país y de gobernadores, el siguiente paso de los dueños del poder real, tanto económico como político, procedían a repartirse la riqueza nacional a través (nada más, pero nada menos) de reformas a la constitución. El PAN y el PRI constituían mayorías para cumplir a la oligarquía que los sancionaba en función del beneficio que obtenía. De las licitaciones públicas amañadas y de la asignación de los grandes proyectos, contratos y financiamientos hacían reparticiones que alcanzaba para todos los que formaban parte del grupo saqueador del país. Las concesiones de servicios estaban en el paquete, pero los participantes a ser beneficiados eran menos, más selectos. Y así se la llevaron, contentos, rozagantes y con dominio superior a la clase política que se conformaba con lo que les dejaran. Eran los tiempos de la corrupción como razón de Estado.
A partir de la llegada de AMLO al Poder Ejecutivo —y de Morena como partido aglutinador del Lopezobradorismo— las cosas cambiaron drásticamente para ellos. El presidente no les debía nada, llegó al poder a pesar de ellos y Morena fue un partido movimiento que no requirió de sus servicios para comunicar lo que el presidente hacía. Los medios de comunicación ya no fueron relevantes en la conformación del poder al que en algún momento definían. La presidenta, Claudia Sheinbaum Pardo, fue electa para dar continuidad a esa forma de gobernar, con autonomía de los hombres del poder acostumbrados a someter al presidente del país para seguir beneficiándose de la debilidad del Poder Ejecutivo.
La presidenta tiene la fuerza institucional de un gobierno sólido, bien evaluado por el electorado, pero su mayor fortaleza es que el movimiento de la 4T logró reformar el poder. Eso cuenta mucho porque desde 1996 ningún partido había ganado la mayoría en el Poder Legislativo para reformar la constitución por sí solo, requería de aliados, de negociaciones y concesiones de tramos de poder. La mayoría calificada que ahora tiene la presidenta en sus manos la debe usar, porque es una forma de ejercer el poder. No tiene por qué compartirlo, lo tiene porque lo conquistaron y está obligada a echar mano de él las veces que sea necesario.
La presión de la oposición será intensa, pero ella tiene el poder político.