Obsidiana sangrante y de salto tras salto al tren de la vida para seguir sintiendo palpitar el corazón
La carrera de la gitanilla, la Chofis y Margarita “la perra” levanto una tolvanera que recordó los vientos de Santana, iban sacando el bofe, que diga la lengua, pero si hubieran competido para las olimpiadas seguramente se llevaban el oro, tras de ellos desfallecientes se quedaron los azules, unos polis, guardianes del orden que se trompicaron cuando un ángel providencial, el Rafles alias el “Manos de seda”, les metió el pie, para que se fueran de bruces y bajaran a escupir al suelo y unos chamacos babosos soltaran la carcajada, después de soltar “azotó la res” y también se escabulleran por las callejuelas de aquel barrio de la gran ciudad de México a mediados del siglo veinte.
Las intrépidas velocistas se escondieron en el quicio de una casona y no pararon de reír por un buen rato, cuando de su bolsa la Margara, saco un piedrón que era el “amansaburros” que combinado con un patín a “la honra” les había aplicado a los polizontes que por un tiempo no se meterían con aquella mujerona que les dijo: bueno pues ya somos cuatitas pero ya no anden de maloras. Cuando saco un cigarrillo que ya se ponía en los rojos labios besucones cuando un encendedor le pasó fuego para prender su Lucky Strike, era el Rafles quien venía siguiendo los pasos a su jaina cual Tarzán de la Selva, ¿Qué pasotes mi chorreada y ahora que lío se trae con los azules? Nada mi Rafles ya ves que siempre se quieren pasar de lanza, pero con la Margara se toparon con pared. ¿Y estas mocosas qué? Voy voy mocosa la más vieja de su casa, más respetillo, respondió la Gitanilla quien tenía la mala costumbre de no quedarse callada. Bueno a volar golondrinas viajeras, luego no vemos cuatitas, se despidió la Margara, mientras ya se iba abrazada con el entacuchado que se sentía soñado al tiempo que la Chofis y Pachis doblaron caminando la esquina y se fueron a su chante ya más tranquilas cuando las recibió con fuertes ladridos el Salaver, mientras también le dio la bienvenida Doña Luz, mientras la Gitanilla se despidió – Ahí nos vicentíamos mi Chofis mañana será otro día…
Orales Pachis, si tiene material para un libro, le espetó el Barrancas, quien quitado de la pena ya se engullía otros tacos de deliciosos y explosivos frijoles. Póngale orégano para que no le haga daño a su estómago, sugirió la noble jefecita, quien ya le refería al gorrón.
— Bueno, bueno ya a ver si te vas a enchinchar a otro lado, mi Juanito, que la casa pierde, tragas como pelón de hospicio que te mantenga el gobierno. ¡Qué paso jefecita! ya no más cuénteme otra y nos vamos, solicitó el de la gorra café. –Nomás porque recordar es vivir, prosiguió Pachis. Como aquella ocasión en que tenía como doce o trece años y nuestra diversión era subir y bajar los vagones del tren, recorríamos la calle de Bocanegra, donde íbamos a comprar un bolsón de pan que estaba de rechupete, no como el Bimbo que venden hoy, aquel si era pan, pero aquel tren seguía sus recuerdos. La Gitanilla machorra cruzaba por el antiguo cuartel de Santiago Tlatelolco: donde mis hermanos Héctor y Carlos, íbamos por el kiosko que a su alrededor se levantaban altos frondosos árboles, de un follaje espeso, ramas verdes que con el ventarrón semejaban monstruos, mientras llegábamos a la famosa Casa Redonda, el taller donde reparaban las máquinas y los vagones y por ahí había unos charcos llenos de ajolotes donde saltábamos y nos mojábamos de lo lindo, cuando que me rebano la planta del pie, porque también estaban llenos de obsidiana bien filosas de los antiguos pobladores de la Gran Tenochtitlán y me empezó a manar la moronga, que igual no te lo cuento, eran las calles que ahora son la Flores Magón y Manuel González, en la ex Garita de Peralvillo, eran mis andurriales la vida era saltar de vagón en vagón, cuando que donde andábamos de traviesos que los enganchan y que empieza a caminar y ujuulle sude, ya pensaba que me iba hasta Veracruz cuando iba por lo que ahora es el deshuesadero de coches de la Ronda se paró para mi fortuna o cuando el ferrocarril de Monte Alto, era locomotora de vapor que hacia chaa-ca-chachacacha-ca íbamos arriba con Carlos, mi hermano menor y que se pone en movimiento y que me doy un sentón y que grita ¡agárrate Pancha! y que se sigue hasta la Guadalupe Tepeyac de donde nos tuvimos que regresar caminando mientras el Héctor seguía ahí comiéndose el pan y ya pardeaba la tarde y en la puerta ya estaba mi mamá otra vez, que por los ojos echaba chispas pero esa es otra historia…