Es importante conservar los matices ante un problema de tipo estructural. Las opiniones, los argumentos -y hasta los desplantes- son válidos en el debate de los temas nacionales. Sin embargo, es importante evitar caer en el calificativo de lo blanco o lo negro, porque es entrar en un callejón sin salida. Máxime cuando se trata de asuntos tan delicados y complejos que requieren de la mayor tranquilidad e inteligencia, para tratar de resolver un laberinto que tiene muchas entradas y una sola salida.
Si el gobierno detiene a un jefe del narcotráfico -o lo elimina como resultado de un operativo- el saldo institucional parece favorable. Desafortunadamente, al poco tiempo de hacer pública la noticia surgen interpretaciones tan diversas que tienden a confundir a la opinión pública y lo que parecía un logro se convierte en un nuevo descalabro para quienes tienen la responsabilidad de enfrentar a la delincuencia organizada. A veces se tiene la impresión que lo importante es minimizar la acción del gobierno. Esa tendencia nos pasa prácticamente en todo, aumentando el pesimismo nacional.
La libertad de expresión se está quedando lejos de ser parte de la solución. Varios medios de comunicación han caído en la parcialidad, en extender su línea editorial, con el propósito de hacer de su verdad la tendencia a seguir. Su fuerza y acción comunicativa no busca generar opinión sino imponerla. Ahí el gobierno ha perdido en todas y seguirá haciéndolo si no toma cartas en el asunto e invita a los medios a actuar con mayor responsabilidad, ante un tema donde perdemos todos si los gobernantes se equivocan.
Estamos ante una lucha postergada durante años y que ahora está frente a todos como sociedad y cada uno, principalmente los medios de comunicación y sus colaboradores, tenemos que asumir la tarea que corresponde. Insistir en las interpretaciones del mismo asunto es seguir en la estrategia del zopilote, planear y planear, sin aterrizar en nada.
Alguna vez un amigo y buen maestro me comentó que los periodistas son como aquellos que un día se propusieron criticar a Dios porque no bajaba para comprobar que había caminado sobre el mar. Todos los días era “la nota de ocho” en sus respectivos medios; hasta que un día bajó el Señor y frente a ellos caminó sobre el agua. Al otro día la nota fue: “Comprobado Dios no sabe nadar”. Eso es tanto como seguir en la estrategia mediática de insistir todos los días: “Comprobado la estrategia está equivocada”. Dejemos de diagnosticar al país y tratemos de aportar ideas para la acción.
Cada que se elimina o sale de circulación un miembro del crimen organizado es importante reconocer el mérito y pasar a lo que sigue que es combatir el lavado de dinero que estos individuos ha generado en su carrera delictiva; en combatir el consumo e integrar acciones de alcance internacional para seguir en la lucha como mayores posibilidades de éxito. La nota periodística es relevante, pero poco abona al futuro del país, a su reconciliación y credibilidad institucional.
Si el sistema político mexicano ha cambiado, los medios y el periodismo también tienen esa obligación irrenunciable. El escenario en que se mueve la información es inmediato. Ya no se tiene la bota ni el veto; ahora son un poder que también debe ocuparse en formar ciudadanos, más allá de escuchas o seguidores. Debe prevalecer la capacidad crítica, garantizando también la formación de valores de una cultura democrática.
Si recapacitamos un momento nos daremos cuenta que “los gobiernos nacionales no sólo pierden autonomía en una economía globalizante, sino que comparten los poderes –incluidas las funciones políticas, sociales y de seguridad, que constituyen los elementos básicos de su soberanía– con empresas, organizaciones internacionales y una multitud de grupos ciudadanos, conocidos como organizaciones no gubernamentales (ONG)”[1]. Y, en este escenario también están los medios de comunicación.
Los problemas que padecemos, que han puesto en riesgo a las instituciones gubernamentales no son propiamente una responsabilidad local. Los vive Haití, Colombia, Panamá, Bolivia, España, Rusia, Italia, Guatemala, El Salvador y, desde luego, Estados Unidos; esté último emprendió una guerra contra el crimen organizado desde 1971 y los resultados no parecen sumar en su favor.
En tres años, el gobierno mexicano no puede revertir una realidad impuesta por la negligencia, la corrupción e impunidad. Lo que sí es factible es reconocer que solos no podemos hacer frente a la delincuencia organizada que requiere de una fuerza multinacional, con políticas públicas de carácter internacional. Eso permitirá superar la pobreza de argumentos aislados, para pasar a las acciones integrales.
La visión debe ser de cooperación internacional porque “las fuerzas que conforman la economía mundial legítima estimulan también el crimen organizado mundial, al que funcionarios de Naciones Unidas atribuyen la pasmosa suma de 750 mil millones de dólares anuales, de los cuales entre 400 mil y 500 mil millones corresponden a estupefacientes, según cálculos de la Agencia para el Control de Drogas de Estados Unidos… Prácticamente libres de toda regulación, los multimillonarios capitales transnacionales con sede en el ciberespacio, al que puede accederse durante las 24 horas desde cualquier computadora, reducen el mayor problema que enfrenta el tráfico de drogas: transformar en inversiones legítimas las enormes sumas de efectivo obtenido por medios en el debate lícitos”.
En este manejo de cifras, que pueden variar según la fuente consultada, México participa con cerca de 30 mil millones de dólares, de ellos entre 20 mil y 25 mil millones son probablemente lavados en la economía local cada año. “Esta cifra oscila entre el 2% y el 2.5% del PIB de México y entre el 10% y 12.5% del Presupuesto del Gobierno Federal Mexicano para 2007”[2]. Estados Unidos participa con 125 mil millones de dólares anuales de un total mundial calculado en 322 mil millones, según datos de Naciones Unidas del 2003.
Con estos recursos se han construido imperios económicos. Los intereses en juego no corresponden ni se limitan a un país en particular. Adicionalmente a su capacidad corruptora y de movilidad en el sistema financiero internacional, el capital proveniente del narcotráfico también requiere fuertes inversiones de la hacienda gubernamental, para atender los estragos que provoca su creciente mercado de consumo. Estados Unidos tiene 34.8 millones de usuarios de drogas; esto representa el 17.4% de la población mundial de consumidores, calculado en 200 millones. Todos ellos merecen atención dentro del sistema de salud y ello implica invertir millones de dólares del erario público. En suma se calcula que los Estados Unidos invierten cerca de 98 mil millones de dólares en acciones de lucha contra el tráfico de drogas.
Un hecho alarmante del peso que tienen los recursos de procedencia ilícita, que luego son ingresados a la economía legal por hombres de negocios o empresarios correctamente establecidos o especializados en lavado de dinero, es que los 322 mil millones de dólares generados anualmente constituyen “una cifra mayor que el PIB del 88% por ciento de los países en el mundo. Es decir, la cantidad es más grande que el PIB de 163 de los 184 países de los que el Banco Mundial tiene información sobre su PIB”[3].
Si aceptamos que el negocio de las drogas genera entre los 322 mil y los 400 mil millones de dólares anuales. Y si esto lo comparamos con los indicadores que señala Ferragut entonces el panorama es más dramático para la seguridad de los países involucrados como México. “La lista de “Fortune” de 2004 de las 500 corporaciones más grandes de los EUA revela que los ingresos por drogas ilícitas son equivalentes a los ingresos de los veinte bancos comerciales más grandes de EUA, incluyendo Citibank y Bank of America. La cifra es 45% mayor que los ingresos combinados de las nueve compañías más importantes de computadoras y equipo de oficina, incluyendo IBM y Hewlett-Packard… También es equivalente a los ingresos combinados de las cuatro cadenas de tiendas departamentales y de autoservicio más grandes: Wal-Mart, Target, Sears Roebuck y J.C. Penney”.
Con esta información es más conveniente que superemos la preferencia del blanco o negro -según el medio- y nos concentremos en las propuestas derivadas del debate de los matices. En esta medida podríamos compartir lo que Jessica Mathews razona “el crimen globalizado constituye una amenaza a la seguridad a la que no pueden hacer frente ni la policía ni el ejército, reacciones características del Estado. Controlarlo exigirá que los estados unan sus esfuerzos y desarrollen modos inéditos de cooperación con el sector privado, comprometiendo en el proceso esas dos preciadas funciones de su soberanía. Si fracasan, si los grupos delictivos continúan aprovechándose de los porosos límites y espacios financieros transnacionales, mientras los gobiernos se limitan a actuar en su propio territorio, el delito tendrá las de ganar”.
[1] Ver. Cambio de Poder. Jessica T. Mathews. Asociada Senior en el Council on Foreign Relations. Foreign Affairs en español. Enero-febrero de 1997.
[2] Ver. Sergio Ferragut. Una pesadilla silenciada. La esencia y el desafío de las drogas ilícitas. Página 214. México, 2010.
[3] Ver. Ferragut. Pág. 75.