El estallido de una granada en la Plaza Melchor Ocampo, en Morelia Michoacán, el día 15 de septiembre de 2008; los atentados con material explosión a los consulados de los Estados Unidos en Monterrey, Nuevo León y Nuevo Laredo, Tamaulipas -octubre de 2008 y abril de 2010-; el cierre de su consulado en Ciudad Juárez, para tomar medidas de mayor seguridad ante amenazas de un coche bomba –julio de 2010-; el asesinato de dos personas vinculadas a esa sede diplomática por individuos ligados al crimen organizado-marzo de 2010-; la explosión de coches bomba en Ciudad Juárez, Chihuahua y Ciudad Victoria, Tamaulipas –julio de 2010-; más los asesinatos brutales de jóvenes y figuras políticas en esas entidades hacen evidente la necesidad de un Pacto de Estado para el país. Esto sin dejar de considerar que una parte importante de reclusorios tienen un autogobierno, en manos de los propios criminales.
México no tiene otra alternativa, o lleva a cabo un acuerdo de gran calado o tendrá un Estado de Derecho cada vez más vulnerable ante el poder de operación y económico de los grupos criminales, en particular del narcotráfico. La lucha por el poder político sin compromiso está dejando a la Nación en manos de la violencia que cada vez más se acepta como un mal comunitario que puede terminar en un levantamiento social, de dimensiones impredecibles. La falta de resultados, la ausencia de compromisos entre los actores políticos y la normalidad de la corrupción e impunidad hacen que estemos más cerca de agravar nuestros problemas que de establecer las bases mínimas de solución. Sin voluntad de los políticos no se puede hacer mucho; ellos y los partidos políticos son los detonantes para promover las acciones de un pacto nacional que enfrente al crimen organizado.
El caso reciente -hecho público por uno de los cárteles en disputa- es el reclusorio número dos de Gómez Palacio, Durango, donde internos descansaban de día y salían por las noches a cumplir con su tarea de asesinar, con las armas de la propia policía local, con pleno conocimiento de la autoridad responsable.
Hasta ahora la simulación ha sido la constante. Decir que la estrategia es un fracaso, que está limitada, que el Presidente de la República se quede con su guerra y se desgaste solo son expresiones irresponsables, tanto como lo reclaman al Ejecutivo Federal. Es una lástima que el juego del poder público, las aspiraciones de los partidos por ganar la presidencia de la República o las elecciones locales sean únicamente un ejercicio de pragmatismo pleno: ganar el poder a costa de estar perdiendo a la sociedad. Se ha llegado a la comodidad de hacer lo que cada gobernante quiere, dejando las cosas agrias para el otro; que las tareas difíciles las haga el superior jerárquico para que pague el desgaste, el precio de gobernar y cargue la culpa y los reclamos sociales.
Los gobernadores de Nuevo León, Chihuahua, Tamaulipas, Coahuila, Durango, Sonora, Sinaloa y Baja California han sido notoriamente rebasados. La crítica no es de origen político-electoral, es de fondo y los hechos están a la vista de todos. No puede un gobernante decir que el cumple su función de gobernar, de administrar los asuntos públicos porque entrega despensas, cobertores en épocas de inundaciones o los recursos etiquetados de programas sociales. Eso son restos de un populismo que nos dañó y nos alejó de las democracias consolidadas.
Gobernar es más complejo. Implica impulsar acciones que promuevan el desarrollo de los municipios, las entidades federativas y el país en su conjunto. Es modernizar la educación, implementar el uso de nuevas tecnologías, impulsar el cambio normativo para motivar la inversión nacional y extrajera. Es entender que ya no existen las fronteras del viejo concepto de soberanía en la dinámica de la globalización, del mundo que se mueve desde una computadora, desde el internet y la comunicación vía celular.
En ese contexto de complejidad se tiene que entender la responsabilidad de dar seguridad a la población. La delincuencia organizada le ha ganado a la autoridad en capacidad, recursos tecnológicos y logísticos; lograron romper el cerco y penetrar los cuerpos de seguridad pública, en particular los estatales y municipales. Además, su capacidad financiera ha conseguido pasar de la ilegalidad a la normalidad del sistema económico a través de la creación de empresas dedicadas al blanqueo de dinero y de la actividad permitida o tolerada en los paraísos fiscales. Un ejemplo de ello es Ciudad del Este -ubicada en la frontera entre Paraguay, Brasil y Argentina- donde se calcula que en 1997 se blanquearon cerca de “45.000 (cuarenta y cinco mil) millones de dólares en ganancias derivadas del narcotráfico. Lo que hace a las poblaciones como Ciudad del Este atractivas para las empresas es que las regulaciones son débiles, los gobiernos pasivos y las fuerzas del orden irrelevantes o fácilmente sobornables”[1].
Esos son los medios con los que cuentan los delincuentes, su fuente de recursos es basta y es su arma favorita para infiltrar las instituciones de gobierno encargadas de brindar seguridad. Es probable que estemos en estas entidades federativas en un nivel donde ya la presencia de la autoridad sea una formalidad legal o que las instituciones estén dirigidas con un claro objetivo de dejar hacer o “hacerse de la vista gorda” y tal vez no por elección sino porque es tal el poder de los delincuentes que rebasan los alcances locales para enfrentarlos.
Es fundamental que los líderes de los partidos políticos, los líderes de las fracciones camerales, tanto en la de diputados como en la de senadores, el Gobierno Federal y los gobernadores de los estados copados por el narcotráfico acepten la realidad que padecen, que públicamente hagan un esfuerzos de honestidad y reconozcan que sus recursos han quedado superados y que es necesario interactuar con la Federación en tareas conjuntas de mediano y largo plazo. Es necesario admitir que con el estado de fuerza operativa local y los recursos económicos disponibles no es posible enfrentar al crimen organizado.
El Gobierno Federal también tiene que ser más receptivo; abrirse a construir un Pacto de Estado a partir de instaurar un gobierno de coalición. Con los funcionarios que tiene asignados en las tareas de gobernación (política interna), política exterior y el gabinete de seguridad pública no se puede avanzar en la lucha contra la delincuencia organizada. Son personas con vocación, con formación a las que hay que reconocer su disposición, sin embargo, sus acciones y resultados han demostrado que no son los más apropiados para seguir al frente de instituciones trascendentales en la lucha contra el crimen organizado. Si el Presidente de la República quiere implicar a los demás actores en esta tarea impostergable es fundamental que integre un gobierno de coalición, no necesariamente con miembros identificados con los partidos adversarios al suyo sino con el acuerdo de la clase política del país hacia quienes sean designados.
Alguna vez escuché a Don Emilio Chuayffet, y recientemente al Lic. Manuel Bartlett Díaz, que este tipo de acuerdos deben ser reflejo de la política por consenso, llegar a la unanimidad de la propuesta, para que sea válida ante todos los actores políticos, buscando que el acuerdo mismo sea el garante de su validez, para el fin que se crea. Nadie puede pretender que en la época de la alternancia política se siga enviando al país a la deriva, cuando se pretende que la democracia sea un medio para salir adelante de los problemas nacionales por acuerdo de los involucrados en la toma de decisiones. ¿Esto es posible?, sin duda. Ningún partido desea ganar una elección presidencial donde herede un país en caos, inmerso en la violencia y a merced de los grupos criminales.
Está en la cancha del Presidente, Felipe Calderón, hacer un llamado a las alianzas verdaderas por el bien de México. Tal vez sean importantes las alianzas del pragmatismo electoral -tal como lo fueron los aliados en la segunda guerra mundial, cuyos resultados dividieron al mundo generando atropellos, violencia y muerte que la misma guerra que los unió- sin embargo, hacer una llamado para el Pacto del Estado Mexicano en contra de la delincuencia organizada va más allá de un resultado coyuntural. Su significado es de largo plazo y encausaría al país por un nueva ruta de desarrollo, a partir de asumir una responsabilidad colectiva en bien de la población a la que están obligados a servir.
El adversario que se enfrenta es poderoso; el Estado lo es pero hace falta que se coordine y lo haga valer. No somos un Estado fallido, tal vez débil, sumido en sus egoísmos y sometido al capricho de sus políticos; sin embargo, ninguno es más que las instituciones que dan vigencia al Estado Mexicano.
Este sería un verdadero hecho Bicentenario. Ahora nos ha dado por llamar a todo Bicentenario y hemos caído en lo ridículo porque no tenemos un acto que realmente lo sea. Marchar al lado del Presidente de México con la clase política nacional porque se han sentado las bases de un Pacto Nacional sería un hecho relevante, al menos en términos de Emilio Durkheim, en su propuesta sociológica que nos dice que “los hechos sociales son colectivos. Esto significa que su presencia está en más de un individuo, está presente en un conjunto de individuos”[2].
Dejemos los calificativos para justificar nuestra falta de madurez política; dejemos nuestras limitaciones culturales y avancemos por la ruta de los hechos que hicieron posible que ahora celebramos el Bicentenario. Desde la figura que inspira nuestras acciones -Hidalgo, Josefa Ortiz de Domínguez, Juárez, Madero, Calles, Vasconcelos, Cárdenas, Obregón, Villa, Zapata, y hasta Díaz- hagamos lo que es un deber patrio: rescatar a la Nación de su deriva. Que la alternancia política sea un paso a un estadio mayor de desarrollo y no su ancla al populismo de tiempos no olvidados, pero que afortunadamente han quedado escritos en la historia del pasado reciente.
· Norberto Hernández Bautista, ex presidente Consejero del IEEM