Durante un seminario de economía, un profesor planteó la diferencia entre un político y un tecnócrata. Simplemente decía que el segundo subía primero los salarios y al otro día los precios; mientras el político, subía primero los precios e inmediatamente los salarios acompañado de un discurso reivindicativo de la clase trabajadora, la justicia social, la solidaridad con quienes menos tienen y un eterno bla, bla, bla, bla. En la forma parece lo mismo, pero en el fondo no lo es tanto. Y todo indica que ahí radica el problema de la actuación gubernamental. No saben cuál fórmula emplear en la toma de decisiones. Eso es contradictorio, porque se pensaba que habían llegado los políticos de experiencia a dirigir al país.
En un contexto nacional donde los medios no están marcadamente de un solo lado, el gobierno insiste en ejercer un aislado protagonismo; en consecuencia, su imagen pública va en detrimento y cada vez más desgasta el capital político que se le atribuía. La revista británica “The economist” publicó un artículo que puso el dedo en la llaga con la cita: “No se han dado cuenta que no se dan cuenta”. La publicación causó incomodidad en los políticos afines al oficialismo y sus seguidores, pero también fue el detonante de opiniones que argumentaron sobre la actuación errática del gobierno en el manejo de los asuntos públicos. Aunque se buscó mitigar las críticas, no pudieron evitar los señalamientos sobre la debilidad institucional de la administración en turno.
Todavía no terminaba el debate generado por el artículo publicado, cuando el titular de la Procuraduría General de la República declaraba cerrado el caso de los 43 estudiantes desaparecidos de la normal rural de Ayotzinapa. Nuevamente repitieron la misma estrategia, la misma forma, sin observar el fondo. El resultado es que nadie, o pocos, creyeron en la versión oficial. El rechazo fue inmediato de parte de los padres de los estudiantes desaparecidos y de las organizaciones sociales que los apoyan. Incluso, la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos también manifestó sus dudas acerca de las conclusiones expresadas por la procuraduría.
Culpar al presidente de la desaparición de los estudiantes puede resultar un señalamiento injusto, tal vez una exageración; pero el procedimiento que rodea su actuación lo pone como el responsable casi único al no proceder con transparencia en el desarrollo de las investigaciones. No actuar en contra de los actores señalados o con sospecha de estar implicados en la desaparición de los jóvenes lo ha llevado al extremo de que haga lo que haga no tendrá la aceptación de las familias agraviadas. La negativa o el rechazo a la actuación del gobierno, parece normal o hasta lógica; sin embargo, los efectos y las reacciones que esto puede detonar se desconocen y son de pronóstico reservado.
A pesar de las posiciones enfrentadas y de un conflicto que todavía no llega a la cresta, surgen declaraciones que parecen más un reto que una posición firme de autoridad. Por un lado, el secretario de Gobernación dice contundentemente que sí habrá elecciones al precio que sea; mientras los manifestantes han expresado que las evitarán con los medios a su alcance. Luego declara el hijo del ex gobernador que renunció a consecuencia de la desaparición de los jóvenes que va a buscar la candidatura a la presidencia municipal de Acapulco. Ni más ni menos. Si a esas expresiones le agregamos que en México nunca se aclara nada, las cosas tienden a subir de tono.
Creerle al gobierno no es lo más frecuente: en la matanza del 68, en la masacre del jueves de Corpus de 1971, también conocida como “el halconazo”, en el asesinato de Colosio, de José Francisco Ruiz y del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, en las matanzas de Aguas Blancas y Acteal y en las miles de muertes a consecuencia de la batalla contra el crimen organizado no existe claridad ni credibilidad en la actuación oficial. Simplemente no hay certeza en los señalados como responsables. Tampoco hay un político de nivel ni militar de alto rango que haya sido enjuiciado por alguno de estos delitos. Entonces, ¿Cómo o porqué se debe aceptar la verdad del gobierno?. No la tiene fácil y menos cuando actúa en su papel de protagonista único.
Cómo creer en la administración de justicia cuando se tienen casos de escándalo en ex gobernadores como Tomás Yarrington, Fidel Herrera, Humberto Moreira, Mario Villanueva, Víctor Cervera Pacheco, César Duarte, Andrés Granier, Juan Sabines, Mario Marín (alias “el gober precioso”) y muchos más que han sido señalados de cometer faltas graves en el manejo de los recursos públicos y en la aplicación de la justicia. Muchos de sus estados han sido los principales bastiones del crimen organizado, escenario de crímenes como la desaparición forzada y el asesinato de mujeres y nada ha pasado; tampoco existen responsables. Saqueo de escándalo, enriquecimiento inexplicable de funcionarios a cambio de la pobreza y marginación de una mayoría que se resigna. Vale recordar el título del libro de Julio Scherer: “El poder: historias de familia” que habla del robo y saqueo de BANRURAL a cargo de servidores ligados directamente al presidente José López Portillo, incluso de miembros de su familia.
Eso es lo que limita la confianza en la actuación del gobierno y sus voceros. No es un capricho ni una conducta extrema de los afectados; es una reacción natural ante tanto atropello de la autoridad. Actuar sin considerar esa tendencia, desconociendo la realidad de la historia patria plagada de injusticia y que ha llegado al hartazgo de la ciudadanía es abonar al conflicto social, sin medir las consecuencias por terquedad. Pretender evitar o desactivar las marchas en favor de la aparición con vida de los 43 estudiantes de Ayotzinapa resulta una actitud temeraria, sobre todo porque el México que actualmente gobiernan no es el mismo de hace catorce años ni todos los medios de comunicación son proclives al control gubernamental y menos las redes sociales. Ahí están los hechos ocurridos en Michoacán. Por un lado, el comisionado se empeñaba en justificar una posición oficial; por el otro, un video subido a las redes sociales lo desmentía.
Si a ese contexto agregamos lo sucedido en la licitación del tren hacia Querétaro, la licitación del aeropuerto de la ciudad de México, el fracaso de la reforma energética, la pérdida del poder adquisitivo de la población, los gasolinazos, los escándalos de corrupción cuyo origen es la residencia oficial de los pinos, los conflictos por la reforma educativa, la inseguridad que es el rostro que más distingue a México hacia el interior y exterior del país, más las declaraciones desafortunadas de los voceros del oficialismo que enrarecen más que ayudar al presidente, la tarea se complica y pareciera que no tiene variantes de solución en el corto plazo.
Para bien de la desacreditada clase política es urgente impulsar un cambio de estrategia. Esa clase política arrogante, ineficaz y costosa debe tener claridad de que el país requiere transformar sus instituciones y las formas de conducir los asuntos públicos, los métodos de procesar la toma de decisiones y el procedimiento de llegar a acuerdos. Ningún poder por sí mismo es suficiente para construir un nuevo, viable y sólido sistema político, es necesaria la inclusión de los otros poderes y actores sociales para dar mayor legitimidad a la actuación pública. Seguir enviando proyectos de decreto para reforma la constitución y crear nuevas leyes secundarias no es suficiente para salir del mal momento que vive el país.
De nada sirven leyes nuevas ante procedimientos y prácticas institucionales atadas a la corrupción. Casos como los lamentables acontecimientos de Ayotzinapa y Tlatlaya no se van a resolver ni convencer a nadie si las respuestas corren por la misma vía de la actuación aislada del gobierno. Sin transparencia, sin la participación de los directamente afectados, sin la afectación de instituciones como el ejército o la marina por señalamientos de abusos en su actuación difícilmente se van a construir los cimientos de la credibilidad del edificio de gobierno, de la cosa pública.
Parece contradictorio, pero el conflicto es la oportunidad que tiene la administración del presidente Peña Nieto para avanzar en la transformación estructural del país. No son reformas económicas las que requiere únicamente el país, también urgen las reformas de orden político, esas que son inherentes a los cambios de fondo de los sistemas políticos democráticos. En principio tiene la oportunidad de romper con la pasividad y la posición de francotirador del Poder Legislativo y del Poder Judicial, terminar con la cómoda posición declarativa de los partidos políticos y atreverse a llevar ante la justicia a políticos vinculados al crimen organizado.
Sin romper con las complicidades, el presidente seguirá afectando su liderazgo y bajando los niveles de credibilidad, aceptación y aprobación de los mexicanos. Un presidente débil no es conveniente para el país, pero tampoco un presidente que dude en afectar intereses particulares que dañan el destino de la nación. Aplicar la ley es la mejor manera de respetar los derechos humanos, siempre y cuando no distinga privilegios.