Lamento no recordar sus nombres y eso me obliga a pedir una disculpa anticipada, a reconocer que no tuve la precaución de saber más de ellos. Involuntariamente repetí el error recurrente de cronistas, escritores, autoridades e historiadores que han dejado pasar hechos que luego resultan ser los detonantes de acciones y obras relevantes. No registré sus nombres, pero deben saber que son parte de un movimiento que recuperó el sentimiento de unidad por hacer posible la construcción del camino de San Juan Diego; la obra que le falta a la religión católica en México y en toda América. La razón es simple, restablecieron la confianza del pueblo creyente para dar continuidad a la construcción del santuario del cerrito y revivir el anhelo por hacer realidad el camino del peregrino de Cuautitlán.
A pesar que las obras prevalecen, el olvido de los participantes es algo que tenemos que evitar en acciones futuras en bien del Santuario de la Siempre Virgen María y Casa de San Juan Diego; esto ayudaría a preservar la tradición oral dentro del mismo acontecimiento guadalupano. Si bien resulta casi imposible incluir los nombres de miles de personas que apoyan a su iglesia, si es posible reconocer a los que se involucran en obras vitales como lo es la reconstrucción del cerrito y la construcción del verdadero camino del peregrino. Es probable que la mayoría de los que participan en las tareas por dignificar las instalaciones del santuario, prefieran el anonimato al reconocimiento público de sus acciones, pero eso no debe excluirlos de un agradecimiento permanente y que sus nombres aparezcan en un documento que a los años sea testimonio de lo que ahí sucedió, de lo que pasó y cómo se originó.
Ejemplo de ello es el mismo Nican Mopohua donde se relatan las apariciones de la virgen a Juan Diego. La autoría de este documento, que sostiene la tradición del acontecimiento guadalupano, se atribuye al escritor indio, maestro y colaborador de fray Bernardino de Sahagún, Antonio Valeriano, quien debió escribirlo, aproximadamente, en 1556 y fue dado a conocer en náhuatl en 1649 por el padre Luis Lasso de la Vega, capellán de la ermita de Guadalupe de 1647 a 1657.
Durante las apariciones de diciembre de 1531, miles de personas que se involucraron en las tareas de ese acontecimiento milagroso pasaron al anonimato; nadie tuvo la iniciativa de escribir los hechos y el rol que desempeñaron dentro del acontecimiento que dio vida a la formación de México como Estado y como nación. Si bien se hicieron esfuerzos significativos por parte de los frailes y los formadores de los códices, la memoria histórica nació mutilada, a veces por accidente y otras por la ignorancia o decisiones desafortunadas de los hombres de la época. Mexicas y españoles, criollos y mestizos destruyeron templos, códices, documentos y archivos unas veces para hacer sentir su dominio y otras para borrar el pasado y que la historia se escribiera a partir de su llegada, de su conquista.
Cada domingo o día de fiesta, fechas que muchos ocupamos para descansar o realizar otras cosas, un grupo de mujeres y hombres se ocupaba de la vendimia con el fin de recaudar fondos para apoyar la construcción del templo que requiere el santuario. El entusiasmo era único, de alegría, no importaba que se juntaran centavos para una obra que necesita miles. La disposición no desmayaba a pesar de la enormidad del reto. Daba gusto, acudir a la misa dominical y salir a compartir lo que en sus puestos ofrecían. Grito abierto para animar las ventas, aunque en el fondo era un grito para llegar a la meta: terminar el nuevo recinto. Quienes se organizaban para vender hicieron algo más que reunir recursos para comprar los materiales de la obra; le dieron nuevamente vida al cerrito.
Desde el fondo de la nave en construcción, se escuchan las palabras del padre que pedía mayor colaboración a la feligresía. Los motivaba a apoyar y para ello se esforzaba para que cada domingo se notara que su aportación estaba reflejada en la construcción. El llamado funcionó y aunque era poca la recaudación, se logró un avance significativo. Es de mérito reconocer que la aportación de los asistentes se sostuvo en un binomio indisoluble: ruego para que apoyaran y transparencia en su aplicación. No sin momentos ríspidos, no sin diferencias, se logró trabajar consistentemente; tal vez el padre y muchos de los colaboradores quisieron que eso avanzara con mayor velocidad, sin embargo, el logro está en haber reunido a un grupo de personas que destacaron por su vocación a colaborar. Sobran ejemplos para demostrar esa generosidad espontánea, libre y sincera.
Y todo empezó porque el párroco que llegó al cerrito se lo ganó. Ahí reinició todo nuevamente; primero arribaron unos, luego otros y así hasta sumar a un buen número de mujeres y hombres con pocos recursos económicos, más bien nada, pero con enormes ganas de ayudar, apoyando las tareas diseñadas para favorecer las obras de esta emblemática y resistente iglesia del cerrito. Ni el mal tiempo ni las malas decisiones de los gobernantes la han destruido, sigue en pie y viva, actuante con su feligresía y abierta para dar consuelo a todo aquél que acude a ella. En conjunto, se fortaleció la tradición guadalupana en toda la región.
La organización creció y los domingos se convirtieron en auténticas verbenas mañaneras, donde se percibía un ambiente de hermandad, de cordialidad, de ánimo por hacer las cosas en favor de una causa que dejó de ser únicamente de la iglesia para ser de todos. El objetivo era uno y nada más: construir un templo nuevo en el cerrito para venerar a la Virgen de Guadalupe y a San Juan Diego. De esta forma se daba continuidad a lo realizado por los vecinos de Cuautitlán en 1800 y 1810, fecha de inicio y terminación de la Capilla de Guadalupe, lugar que es el favorito de la feligresía, para celebrar sus fiestas o fechas relevantes.
La edificación de esta modesta capilla es fiel reflejo del entusiasmo mostrado por los pobladores de Cuautitlán cuando participaron, en 1531, en la edificación de la primera ermita en honor a la virgen, en el cerro del Tepeyac y que ahora conocemos como la Villa. Las dos construcciones envuelven un símbolo de unión y de fe: la primera movió a las familias de Cuautitlán porque fue a su paisano, Juan Diego, a quien la virgen escogió como embajador de su mensaje, de su palabra ante el Obispo Fray Juan de Zumárraga, para que le construyera su templo en esa colina de terreno árido; la segunda, representa el homenaje permanente que se rinde a dos hijos predilectos de Cuautitlán, a los dos videntes de Guadalupe, Juan Diego y Juan Bernardino.
Pero hay otro hecho trascendente, del que también se sienten profundamente orgullosos y herederos únicos los habitantes de esta tierra; Juan Diego fue el portador del ayate, de la tilma donde se estampó el hermoso rostro mestizo de Guadalupe. Ese ayate, humilde como su portador, fue el que dio identidad a México, el que hizo posible la comunión entre dos culturas abismalmente distintas, pero igualmente religiosas. La tilma que vestían los pobres de aquellos años y que abrigaba a Juan Diego es la que se sigue venerando en la Insigne y Nacional Basílica de Santa María de Guadalupe.
Toda esta tradición fue la que recuperaron las personas sencillas que daban alegría los domingos en el patio del santuario, siempre encabezadas por el presbítero hiperactivo que, entre celebración y celebración, apenas tenía tiempo de comer un taco de los muchos que gustosamente le ofrecían en cada puesto. Pasaron años para que algo así sucediera, para que fieles e iglesia se juntaran en una comunidad de amor, de cariño y con decisión para reconstruir el pedazo de tierra donde están los restos de la casa de los videntes. Para la inquieta madre Magda, para Don Lucio, René, Rosita, los Toños, Don Fabián, los arquitectos Fernando y Aldo, la capilla del siglo XIX que está en el sitio y la construcción del templo nuevo son tan importantes como lo fue la iglesia colegiata del cerro del Tepeyac, que a mitad de los setentas daría vida a la actual Basílica de Guadalupe.
Para familias como la de Bertha y Javier, la de Yola y Modesto, la de Lucas y Lola, así como para Carmelita, Regina, José, Tere, Griselda, Marcos, Verónica, Regina y Raúl el cerrito es motivo de orgullo y parte insustituible de su tradición y cultura. Ni que decir de Lolita, la señora de la cocina, a quien tengo que dar las gracias por ofrecerme siempre un bocado, a pesar de que la comida apenas alcanzaba.
Todos forman parte del hecho guadalupano y son, por sus acciones, pilares de su continuidad. Lo han hecho como el mejor, su labor desinteresada los hace seres trascendentes en la vida de un pueblo lleno de tradición y valores espirituales. Espero acepten estas palabras como reconocimiento a su invaluable entrega.