El Juan Barrancas flotaba, no sentía los pies, pero seguía dando giros cual chapulin en el comal, daba unos saltos que no se la creía, recordaba sus andanzas, las primeras tocadas de rock, cuando totalmente fumigado por el penetrante olor a petate quemado, como plantío chamuscado de marijuanita en plena Sierra de Guadalupe, en que se prendía con aquella rola que dice: “Vivir en México es lo peor/ ya nadie puede protestar, ni decir la verdad/ porque lo llevan a encerrar/ ya nadie quiere ni salir ni tener líos con autoridad/ muchos azules en la ciudad a toda hora queriendo agandallar/ no ya nos lo quiero ver más/ y las tocadas de rock ya nos la quieren quitar ya solo va poder aullar la hija de la Gaviota y de Enrique …. Guzmán”. Se veía por los años ochentas en el legendario estacionamiento del Metro Balderas, donde la raza había llegado por el convoy anaranjado, parecía peregrinación de neochichimecas, aztecas, topiles, olmecas, todos ataviados con su mezcla, chalecos con estoperoles, tenis Convers, botas negras y la greña larga, cabezas rapadas, lente negro mariguano seguro y ya con el itacate y las caguamas en bolsas de plástico con su respectivo popote, el desorden público del domingo, con los “talones” que no faltan, que préstame un varo, que mochate para andar igual y al ritmo ya estaba la tolvanera de la danza con el estruenduoso guitarreo y la voz rasposa del Alex, cuando la Chela, todavía no se erigía como la domadora contumaz del rockero poblano. Las vibraciones de la celebración en aquel hoyo fonky eran inigualables, donde las almas arribaban a rendirle culto al rock, después de librar los retenes policiacos al orden del día para parar de cabeza al personal.
Pero ahora el culto y el paisaje era otro, en la cima del cerro del Tenayo, en aquel montículo sagrado de los antiguos pobladores, se podía observar al sur, con claridad los edificios de la gran Ciudad de los Palacios, pero en primera instancia aparecía a unos kilómetros la vía del tren por donde pasaba aquel convoy de verde bandera y metal, La Golondría; luego uno que otro de pasajeros bien retacado cuando todavía los remataba el Doctor Z y la columna serpentina de los ferrocarriles de carga comenzaban a contar para matar el ocio, luego la cifra pasaba más de cien, mientras la locomotora bufaba humo y fuego, la arboleda de altos eucaliptos y pirules que bordeaba el Rio Tlalnepantla, cuando corría agua barrosa y los expulsados de la gran ciudad se aventaban sus nadadita para refrescar el calor, y más allá se atisbaban los edificios del trágico y heroico Tlalteloco, y se levantaba la Torre de Banobras, un pico monumental, para que más adelante la Torre Latinoamericana, símbolo de la ciudad, se erigiera en el centro de la capital y más al fondo lo que debería ser el Ajusco.
Juan Barrancas ya después de una hora de flotamiento contemplaba aquella vista extasiado que se sublimo cuando reviro para el cerro del Chiquihuite, todavía no era invadido por torres en su cima, de donde traspasando se visualizaba un gran lago, acaso el de Texcoco, pero cuando quedo petrificado fue cuando ahí imponentes se levantaban los Guardianes de México, los volcanes, el Iztaccihuatl y el Popocatépetl, que desde entonces echaba humito, unas fumarolas, con las que se alucinaba el Barrancas, como si fuera una boca de Gaya, la Madre Tierra, que exhalaba buenas vibraciones para el mundo y que les recordaba a los seres humanoides su fragilidad, su pequeñez, ante el milagro de la naturaleza. La historia de amor, la leyenda de los volcanes, del guerrero enamorado y la muerte de la princesa era por demás trágica pensaba el Jhony, quien ya era convidado de una jícara de neutle de parte del otro príncipe, el Nopalzint, quien irradiaba bajo los influjos del néctar de los dioses una luminosidad ya pardeando la tarde.
Había ya bajado el sol cuando de la bóveda celeste una luz multicolor alcanzo el centro de la ceremonia para que se formara una nube espesa de donde apareció un anciano, recio en su postura portando un gran penacho, colguijos de oro y obsidiana, con un bastón de mando que más bien parecía una lanza para trinchar al más osado, la comitiva del príncipe Nopalzint, una veintena de guerreros se inclinó hacia el gran viejo y sabio, quien con una seña hizo que se acercara el cuatacho del Nopalzint, con voz de mando expreso —-haz cumplido amado hijo mío lo que alguna ocasión te pedí con el corazón, tu eres valiente y habíamos de regresar a este nuestro valle para limpiarlo de los cuervos, cerdos y chacales que secan el alma, nublan los ojos y hacen añicos el corazón de la gente inocente.
— Así será amado Tlatoani, dijo el príncipe, estamos listos para acabar con los envenenadores, los que están llenos de odio y codicia que no tienen piedad con los mortales.
Y a la de sin susto que agarran camino por la pedregosa serranía de Guadalupe, como liebres empezaron a descender, el Barrancas les seguía el paso, no se quería perder el alucine, esto si no me lo pierdo, cavilaba, parecería que había fumado yerba sagrada que le daba una gran agilidad y fuerza, que en un rato llegaron a una finca que parecía un bunker, cogieron por sorpresa al descuidado vigilante que estaba en el portón, entraron como Juan por su casa y empezaron a cortar cabezas y atravesar cuerpos, antes de que se escucharan unos plomazos, Nopalzint lanzo unos nopales que cargaba en un morral de cuero, a la cara del empistolado que grito ayes de dolor por las espinas, mientras los refuerzos de los envenenadores que iban saliendo del escondite, del sótano los amarraron con unos mecates de yute y que les empiezan a dar una madriza con sus garrotes sin dárselos a desear y que les sacaron unos chichones que parecían humanoides con otra cabeza.
La primera limpia, la primera batalla contra los que mercaban la droga del diablo, la caina parecía un episodio de las historietas del Gervasio Robles González, el que goza cuando sales, alias el Pantera que se releía el Barrancas de morro, quien del susto se había mojado el taparrabo cuando recordó que fue precisamente en aquel terreno le habían sacado un filetero por andar de noctívago muy sabroso y le habían puesto una corretiza hasta una casa donde un piadoso hombre de Dios, le dio posada para que no amanecieras frío como los que se aventaban el puntacho de subir a ver que coto por el barrio de los Roling, famosillos porque arrancaban las uñas a quien se atrevía a darse un quemón por su bandera.
Pero ahora iba con el Príncipe Nopaltzin y el espíritu de Gran Tlatoani Xólotl, quien se difumino cual serpiente humeante sobre el cielo, al comenzar el ocaso y ponerse rojo y brillante el cielo cual sangre de corazón estirpado de cuajo por el pedernal, pero esa es otra historia…