Al llegar a las puertas de la hermosa Ciudad de Tuxtla Gutiérrez se siente el calor que abriga a las personas que viven y han nacido en esta tierra única; tal vez por eso son alegres y sonríen de manera contagiosa. Siempre lucen su rostro franco, sincero, sin esperar que el recién llegado haga lo mismo. No pasa mucho tiempo cuando te narran lo bonito que es vivir en Chiapas, en la capital o en cualquier otra parte del paraíso que tienen por herencia histórica, gracia de Dios o de sus antepasados mayas. Te hablan de todo, son precisos en los detalles, lo mismo te exponen lo que puedes ver en Chiapa de Corzo, San Cristóbal que en Comitán. Te contagian la emoción por lo que tienen y, para animarte, te comparten que todo te queda cerca: como a veinte minutos, cuarenta o, lo más lejos, a dos horas y media. Al punto que se decida ir, se podrán apreciar las maravillas que custodian los chiapanecos. Ese es su orgullo, es su patrimonio y es lo que no dejan de difundir ante quienes pisan su suelo.
Los monumentos que se admiran son el resultado de la unión de dos razas, de dos mundos desconocidos, tan diferentes como diversos; tal vez, el único vínculo de identidad que los hizo coincidir fue que ambas culturas eran profundamente religiosas. A su manera, encomendaban su vida, destino, sufrimiento o grandeza a una voluntad divina que los superaba; en un caso los llamaban dioses, deidades y en el otro simplemente Dios Padre, María, Cristo Nuestro Señor o Santiago. Todos se encomendaban para bien morir o para vencer al enemigo.
En el fragor de la conquista, los invasores trataron de destruir los templos y ciudades de los pobladores de este paraíso; tumbaron del altar a sus dioses, a los que llamaron ídolos, intentaron con violencia cambiar sus costumbres, pero la resistencia fue más fuerte y eso dio como resultado que ambas expresiones culturales se fusionaran para construir pueblos o provincias de una belleza tal que perdura y que hoy tenemos el privilegio de apreciar, tocar y compartir. A estos lugares les llaman “Pueblos con Encanto” o “Pueblos Mágicos”, aunque deberían llamarse pueblos de la resistencia cultural.
Irremediablemente, la lucha de contrarios hizo posible la conservación de monumentos que son el reflejo de la arquitectura española o europea y de las cualidades artesanales de los mexicanos de la época. Los conquistadores impusieron su lengua, pero los misioneros evangelizadores —empeñados en convertir a los vencidos al cristianismo— primero se obligaron a aprender la lengua de los indígenas, para luego enseñar en castellano la palabra de Dios y de María. Por capricho de la vida, ninguno pudo vencer totalmente al otro; cada uno ocultó lo que consideró único o digno de preservar como legado para los hijos o las generaciones futuras. De esa condición surgió una dualidad que los llevó a fundar ciudades, edificar iglesias, conventos, haciendas, parques, quioscos o pintar paisajes que siguen en pie, como estuvieran esperando el regreso o la visita de sus fundadores.
Pasado el impacto —brutal y violento de la dominación—, los caciques indígenas, misioneros y encomenderos se hicieron bilingües; ambos apreciaron o se resignaron a respetar la lengua del otro, sus valores y costumbres; todo influyó para hacer posible la comunicación y el entendimiento, incluso para sostener el dominio o lograr la conversión de los naturales a la religión católica. En pocos años surgió una nueva raza, la mestiza, reflejada fielmente en el rostro de la Virgen de Guadalupe. De ahí que, como los chiapanecos, seamos mestizos por destino de sangre, religión y resistencia.
A través de siglos, vencedores y vencidos se convirtieron en pilares de esta tierra, sembrando y cosechando las bellezas que se admiran en Chiapa de Corzo, San Cristóbal o en Comitán. Tuvieron el acierto de asentarse en lugares rodeados de maravillas que pueden ser atribuidas a la mano generosa de Dios, asumirse como un regalo de la madre naturaleza o de los dioses que recibían sacrificios de los indígenas, como tributo por su intervención divina. Quién pensaría que los templos e iglesias construidas por los misioneros católicos serían parte del patrimonio más preciado de México y la humanidad; o que los restos arqueológicos de una cultura que se intentó exterminar ahora sean lugares cotidianamente visitados o intensamente investigados por estudiosos de varias partes del mundo, que no terminan por descubrir el mundo maya.
Los tres pueblos mágicos reciben turismo con regularidad. Puede que sean de los más visitados del país, sobre todo si consideramos que no hay playa ni mar en sus límites o cercanías. Los turistas que acuden a estos sitios son de otro corte, más interesado en la transculturación y sus expresiones contemporáneas, que en lucir su traje de baño o bikini. En lugar del bronceador traen la libreta y el lápiz, la cámara, su computadora y el libro para apreciar mejor las diversas manifestaciones artísticas, la arquitectura, lo autóctono y lo fusionado. Los sorprende, como a todos, la diversidad indígena, la misma que se describe en publicaciones de eruditos y que dio a conocer el movimiento zapatista y el Subcomandante Marcos hace 20 años; esa realidad ignorada, que el mundo conoció a través de los medios de comunicación, justo en el momento que se anunciaba que México dejaba el subdesarrollo.
Desafortunadamente, estos pueblos mágicos siguen en el camino del enfrentamiento; unos y otros tienen sus argumentos que, sin duda, son válidos y legítimos; sin embargo, el resultado es la pobreza en que viven miles de familias indígenas. Paradójicamente, la culpa no está en los actores presentes, más bien son los que han continuado una batalla sin sentido, misma que se desconoce dónde empezó y dónde puede terminar. La franja privilegiada que forman los pueblos mágicos de Comitán, San Cristóbal y Chiapa de Corzo debería tener una actividad comercial y de servicios igual —o cerca de serlo— como la que tienen ciudades romanas o como la que tienen pueblos con pasado de grandeza como el que estos municipios han heredado. Eso no sucede, no hay la infraestructura urbana para que sea realidad. Por lo tanto, las posibilidades de generar empleos, mayor actividad económica, son limitadas. Se reduce a lo que son capaces de hacer los gobiernos locales.
Lo absurdo de los antagonismos que impiden abatir la desigualdad —que no hay otra que con trabajo, empleo y educación— se puede corroborar en la existencia de más de cien topes a lo largo de un tramo carretero de dos carriles y ciento veinticuatro kilómetros. Si alguien te pregunta por dónde vienes y le dices que en el tope cuarenta, entonces sabrá que estás a la altura de Teopisca. Tan pronto como dejas Tuxtla y entras al libramiento de San Cristóbal te darás cuenta lo difícil que resulta el trayecto hacia el paradisiaco Comitán. En menos de cinco kilómetros hay treinta y seis topes que te invitan a no volver o, al menos te desaniman. Porqué existen?, dicen que por respeto a los usos y costumbres de los grupos indígenas que hay a lo largo de ese trayecto. Tal parece que la desigualdad se refugia en el mismo argumento: son pobres por usos y costumbres. Suena absurdo, pero es lo que platican los lugareños y los entendidos. Cómo hacer que eso cambie: el silencio o la indiferencia se sientan en la primera fila.
Estos son ciento diez y nueve topes del subdesarrollo, todos distribuidos como campo minado en una carretera de apenas dos carriles; única vía diseñada para llegar a estos pueblos mágicos. El paisaje es hermoso, las nubes se mueven como dándote la bienvenida, el aire hace caravanas para anunciar la llegada de un visitante, los niños extienden sus manos para vender fruta en bolsas y las vendedoras indígenas se apresuran a ofrecer sus prendas multicolores, que son raíz de su pasado y unión con su presente. Los ojos y los días que un visitante pasa en estos sitios no son suficientes para describir la belleza que rodea esta región privilegiada. Me decía Andrés que ellos tienen un paraíso y José me compartió que esa carretera debería llamarse el camino de las montañas. No alcance a responder a este último cuando las nubes rosaban el parabrisas del vehículo y la oscuridad nos abría camino. Apague la luz y no vi más allá de mis manos: es una oscuridad que hace un contraste con la lluvia de estrellas de un cielo azul y blanco que te acompaña silencioso. Es tan perfecto que supera el talento del pintor y la inspiración del poeta.
El camino te invita, la montaña te sensibiliza, el aire, el cielo y las nubes son tu compañía, pero todo se rompe cuando freno tras freno te enfrentas a los topes de lo absurdo, los de la miseria, los que detienen el desarrollo y las posibilidades de construir una sociedad menos desigual. Buscar quién tiene la culpa es inútil, lo relevante y justo es buscar una salida dialogada para que eso cambie.