Si, era un niño, tenía entre doce y trece años; yo lo entrevisté cuando quería entrar a estudiar la secundaria en el seminario. Me acuerdo porque me acababa de ordenar como presbítero; más o menos por 1973, el obispo de la diócesis era fray Felipe de Jesús Cueto González, quien me había mandado para allá. Así narra el padre Francisco de Haro el día que Efraín fue llevado por sus padres, para explorar la posibilidad de ingresar al Seminario de Tlalnepantla; conocido así porque pertenecía a esta diócesis, aunque realmente estaba y está ubicado en la colonia Progreso Industrial, municipio de Nicolás Romero.
El seminario existe y en la edificación todavía se conserva la cocina, la capilla, la cancha de basquetbol, los búngalos donde dormían y duermen los padres; sólo han desaparecido los salones, el frontón y la alberca que ahora es una cisterna. Al crearse la Diócesis de Cuautitlán, donde estuvo como primer obispo Don Manuel Samaniego B., el seminario pasó a formar parte de esa jurisdicción.
Seguramente, el encuentro entre ambos es parte de sus vidas y cada uno lo aprecia en forma personal. Los dos han de confiar que tuvieron buena mano. El padre, que desempeñaba el cargo de promotor vocacional de la Diócesis de Tlalnepantla, recuerda que le entregó una tarjeta que, palabras más, palabras menos, decía lo siguiente: “Te debes preparar para lo que Dios te va a pedir”.
Motivado por sus convicciones, el jovencito entró al seminario a cursar la secundaria, mientras su entrevistador fue enviado a una iglesia de la colonia Atlanta, del recién formado municipio de Cuautitlán Izcalli. Pasarían muchos años para volver a verse. Por cierto, el padre recordó que él fue quien tapó la alberca para hacerla cisterna. Así que si hay reclamos, ya tenemos al padre confeso. En esa alberca aprendió a nadar Efraín. Era parte de la novatada entre los chamacos. “Ahí me enseñé a nadar, no me quedó de otra”.
La vida dentro del seminario tenía un ritmo intenso: levantarse a las cinco y media, darse una manita de gato, desayunar antes de acudir a la primera hora de clases, la comida se servía a las dos de la tarde; luego venía la hora del deporte, donde ordinariamente se jugaba futbol, básquetbol y frontón. El baño normalmente era por las tardes, después de jugar y era con agua fría, “y vaya que era fría el agua de progreso” recuerda con una sonrisa el padre Francisco y lo asienta en señal de acuerdo Toño, que nos acompaña en la charla. Finalmente, llegaba la hora de estudiar, rezar el rosario, cenar y terminar el día para irse a dormir entre las nueve y las diez de la noche.
Los viernes por las tardes, los seminaristas que vivían cerca, salían a visitar a sus familias y regresaban el domingo por la tarde. Como escuela, el seminario era de buena calidad, se servían las tres comidas y el pago de las familias era realmente simbólico. Además, se tenía la costumbre que los formadores del seminario visitaran a las familias de los internos. Los estudiantes recibían el aprecio de los lugareños y este vínculo de aceptación con la población hacía posible organizar bonitas fiestas de navidad y pastorelas, con la participación creciente de los vecinos. Durante algún tiempo, grupos organizados de señoras del pueblo ayudaron a lavar la ropa de los estudiantes; luego ya se la tuvieron que llevar los muchachos a sus casas para el servicio. No era mucha la ropa de cada uno y, con más razón, tenían que lavarla. Ese fue el momento que le tocó vivir a Efraín, durante su paso por el seminario.
Aunque el número de seminaristas que llegaron a ordenarse de aquellos años fue mínimo, el obispo fray Felipe de Jesús Cueto decía que: “el seminario era en realidad un servicio social que daba muchos buenos cristianos, personas que han triunfado en la vida”. Todo esto quedó grabado en la mente del muchacho, hijo de padres oaxaqueños que llegaron a Tlalnepantla en 1957, con la esperanza de salir adelante y construir un futuro mejor para sus hijos.
Pasado el tiempo, el azar de la vida, la voluntad de Dios, los reencontró nuevamente, sólo que el seminarista ya era el padre Efraín Mendoza Cruz; luego de más de treinta años, se saludaron en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, colonia La Colmena, municipio de Nicolás Romero. “Me dio gusto verlo después de tantos años, justo unos días antes que ese niño que conocí por 1973 fuera consagrado obispo por el papa Benedicto XVI”.
Se dice fácil, pero es el largo trayecto seguido por un hombre que abrigó la fe, la vocación de servir a Dios desde que era monaguillo en la parroquia de San Miguel Chalma. Oriundo de la colonia La Comunidad del municipio de Tlalnepantla de Baz, emprendió su formación animado por sus padres; sobre todo por su mamá, que confiaba en que su hijo tendría la fortaleza para ser sacerdote. Esa colonia, pequeña y humilde, fue el punto de partida de su destino. Pasaron tres años de secundaria, tres de prepa, dos de reflexión personal, tres de filosofía, cuatro de teología, ejercer como diácono y más de veinte años de sacerdote antes de recibir la bendición de ser obispo.
La ruta no estuvo ajena a momentos de debilidad, de reflexión personal. Al terminar la preparatoria, el seminarista regresó a su casa, se metió a trabajar para ayudar al ingreso familiar. “Como todos los jóvenes hice mi vida normal, pero no dejaba de soñar con el seminario, con mi vida en ese lugar; despertaba con la idea de regresar para ser sacerdote. Recuerdo que no había prepa en el seminario y salíamos a estudiar al Instituto Zaragoza, en Jardines de Atizapán, luego regresábamos al internado a recibir la formación religiosa. Al concluir los estudios de preparatoria me salí del seminario; paso el tiempo, pero seguí con el deseo de regresar a mi vocación.
Por un instante el obispo Efraín Mendoza fija su mirada en un punto, repasando aquél momento decisivo de su vida. “Tuve una crisis, estuve fuera dos años. Sin embargo, soñaba con el seminario. Cuando visitó por primera vez el papá a México me vino una confrontación, hice un alto y busqué orientación. Hablé con Monseñor Miguel Ángel Corona y después decidí regresar al seminario, en 1980. No fue fácil, fue una lucha interna, pero asumí el compromiso de que si regresaba al seminario era para ser un buen sacerdote y Dios me lo concedió”.
Si bien se entusiasma al hablar del papa Juan Pablo II, también agradece la orientación que recibió de Monseñor Miguel Ángel Corona, quien fue su promotor vocacional. “Y así empecé a estudiar filosofía, me mandaron a Toluca, pero termino esta etapa formativa en Guadalajara. Luego regreso para empezar la formación de teología en el seminario de Los Remedios, en Naucalpan, y ahí los concluyo. Para sorpresa mía, el arzobispo Don Manuel Pérez Gil, me manda a pagar mis culpas como maestro al seminario menor.
“Y llegó el momento de gracia esperado: el 18 de octubre de 1988 recibí la ordenación sacerdotal, inmediatamente me nombraron maestro en el seminario, tarea que desempeñé durante cuatro años; acto seguido fui sacerdote en la iglesia de San Isidro Labrador, esa fue mi primera parroquia. Posteriormente, estuve sirviendo en la Diócesis de Tlalnepantla, para después ser asignado a la iglesia de María Auxiliadora en el municipio de Atizapán, un cambio más me llevó a la iglesia del Señor del Perdón en la Ahuizotla en Naucalpan. Y así, hasta que siendo ya vicario episcopal, Don Carlos Aguiar me manda como rector al seminario para trabajar en la formación de los futuros sacerdotes”. Ahí, sin esperar y saber nada, cuando terminaba el curso escolar, me llamó el nuncio apostólico francés, Christophe Pierre, y me dio la noticia de mi nombramiento como obispo auxiliar, el 29 de mayo de 2011. La misa de consagración fue el 27 de julio.
Esta es parte de la vida de un hombre comprometido con su vocación. Como hijo sigue mostrando un profundo respeto por los valores que recibió de su madre y padre, que ahora tienen más de ochenta años. “Ellos han visto mi vida como una gracia de Dios y yo les comparto que he aprendido a amarlo en el contacto permanente con la feligresía, en el ejercicio cotidiano de la vocación sacerdotal. Con claridad de pensamiento se reconoce como una persona privilegiada por aprender de hombres ejemplares como el obispo Cueto y los arzobispos Pérez Gil y Don Carlos Aguiar Retes.
El niño Efraín que ingreso al seminario en 1973, que se ordenó sacerdote el 18 de octubre de 1988, ahora es obispo. Bien se merece el reconocimiento que, personas sencillas como él, le tienen preparado. Será como volver al seminario, sólo que sin la alberca y el agua fría.
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