Mi amigo es terco, necio como el que más, con una voluntad inquebrantable que lo hace más obstinado, pero todas esas cualidades forman su camino para llegar a la meta o, al menos, hacen que no desmaye en intentarlo. No sé cómo se mantiene optimista ni cómo asimila las críticas más severas sobre su persona, simplemente lo he visto seguir su camino, mirando la adversidad como parte de lo que tiene que vencer, para empujar el proyecto que en ese momento reúne sus desvelos. Debo admitir que no estaba preparado para conocer la noticia que se iba, que lo cambiaban de iglesia; de buenas a primeras me lo dijo con toda calma: el viernes me voy y en mi lugar viene otro padre, para hacerse cargo de la iglesia del cerrito.
Me tomó por sorpresa y él se concretó a decirme que era una decisión aceptada, que era una disposición que había que acatar y encaminar su labor pastoral al nuevo destino que le había sido encomendado. Entre los militares eso se conoce como el principio de obediencia debida y es el cimiento más firme de su fortaleza; la característica que distinguió a las legiones romanas, la misma que hacía del centurión un líder en la batalla. Sin rencores o indignación por el cambio, aceptaba lo dispuesto por su superior y lo comunicó sin agregar ni quitar ninguna palabra a la decisión tomada; simplemente me voy, el jueves habrá una celebración a manera de agradecimiento.
Tranquilo, como siempre lo he visto, me compartió su satisfacción por el breve tiempo que permaneció en el cerrito, donde trabajó al lado de personas entregadas a rescatar su emblemática iglesia. No me dijo nombres, aunque en su mente seguramente pasaban los rostros de muchas personas con las que convivió y compartió su idea de recuperar y dignificar la iglesia que es cuna y casa de Juan Diego, de Juan Bernardino y el lugar de la quinta aparición de la Virgen de Guadalupe, el primer milagro guadalupano. Por las vivencias compartidas repitió su agradecimiento a tantas muestras de generosidad; aunque pienso que los agradecidos somos quienes vimos en él a un padre sincero, auténtico y sacrificado, con el que podías diferir, sin afectar el respeto y la relación de amistad. De una o de otra forma, movió las almas de miles de fieles a la causa de Juan Diego y recuperó el sentido de pertenencia a un espacio histórico e indiscutiblemente representativo de la religión católica.
Por años, pasé por ese lugar y lo veía sin novedad, sin cambio en su deteriorada imagen, me recordaba las construcciones ubicadas en el malecón de la Habana, sin pintar, destruyéndose, y sujetas a un pasado más por resignación que por elección. No entendía —y a veces sigo sin entenderlo— el por qué ese lugar tan relevante en nuestra historia religiosa y cultural estaba abandonado, estático, como si el propósito fuera que se destruyera por el paso del tiempo y la desmemoria. Sin embargo, el sitio es tan milagroso que ha sobrevivido al desdén de la autoridad, a la ignorancia institucional. Son los pobladores de Cuautitlán y la región los que se han empeñado en cuidarlo y defenderlo. De pronto conocí al padre por otro amigo que me lo presentó y le dije que esa iglesia y el predio que ocupa es la verdadera tierra milagrosa que hay en México, simplemente porque ahí se apareció la virgen a Juan Bernardino y lo curó de la peste mortal que acompañó la llegada de los españoles en 1519, a la isla de San Juan de Ulúa.
En ese tiempo él estaba en la catedral, la histórica iglesia y convento de San Buenaventura, donde vivieron los frailes que hicieron de Cuautitlán el primer sitio donde salieron a evangelizar. Ahí se hizo cargo de importantes tareas de remodelación para luego ser enviado a la iglesia del cerrito. Desde ese momento empezó una nueva alianza con los fieles que se convencieron de sus palabras y empezaron todo un movimiento de apoyo para construir o reconstruir las instalaciones donde vivió y está la casa de San Juan Diego. La abandonada obra recuperó su ritmo, las mejoras están a la vista de todos, desde los que colaboraron con un peso, los que únicamente aportaron el trabajo de sus manos, hasta el que se ha desprendido de una cantidad mayor de recursos. Todos saben que su aportación ha sido bien empleada y en favor de un santuario que merece un sitio mejor y más decoroso.
Mi querido amigo, con su humildad y sencillez, siempre me recordaba la imagen de los frailes misioneros que se detalla en los libros escritos sobre la Nueva España. Cuando íbamos a algún lugar, regularmente se disculpaba por sus zapatos y decía que estaban así porque no había tenido tiempo de limpiarlos, cuando en realidad era porque no dejaba de supervisar la obra, donde la tierra y el viento hacían de las suyas. Alguna vez que salimos de un programa de televisión, le comentó a una jovencita lo agradecido que estaba y que no tenía manera de pagarlo. La joven, que lamento no recordar su nombre, sólo atinó a pedir su bendición. El padre la tomó de las manos, la miró, rezó ante ella, y le dio la bendición de una manera tan sencilla y cálida que seguro lo ha recordar con gusto. Nunca dejo de pedir para la obra, para la remodelación de la iglesia; unas veces tenía éxito, las más de ellas no; incluso, hubo experiencias tan amargas de personas que se comprometieron públicamente y que nunca rescataron su palabra. Otras tantas le regalaban cosas que ya no servían, como el cemento; sin embargo, a todos agradecía su participación y los invitaba a que visitaran la iglesia.
A consecuencia de su empeño llegó a diezmar su salud, nunca pedía tregua, lo veíamos caminar con dificultad, aguantarse el dolor, a no guardar dieta médica para no molestar y soportar el frío de las noches que precedían alguna celebración importante, porque al otro día se recibiría al obispo o alguna peregrinación. En una ocasión, camino a una entrevista, disimulaba la molestia que le causaba la ciática, en momentos cerraba los ojos, en otros se sentaba de lado y en otros casi se acostaba. Nervioso, le pregunté si se sentía bien y tuvo que aceptar que no, pero que no podíamos dejar pasar la oportunidad de acudir a un medio para difundir la causa de San Juan Diego.
Lamentablemente, ese día un grupo de manifestantes cerró Paseo Tollocan y nunca pudimos llegar al punto de reunión. Lo lamentamos, pero en vez de regresar al médico o a descansar, lo acompañé a Tultitlán, a bendecir a una familia que se lo había pedido; luego lo llevé al cerrito, porque estaban en marcha los preparativos de una celebración para el día siguiente, donde celebraría el señor obispo. Me fui del lugar, volví al día siguiente y me lo encontré sentado en la mesa donde se compartían los alimentos, en su rostro dominaba el amarillo sobre el color moreno de su piel, pero sonriente. Lo saludé y quise decirle ya párale y vete a descansar, pero eso era casi imposible. Simplemente me concreté a admirar el sacrificio de un hombre entregado a la causa de Cristo, entregado a su querida feligresía.
Por amistad o porque nunca abandonaba su tarea de dar lecciones de vida, me comentó que había que estar preparado para el momento más difícil de un sacerdote, que llega con su jubilación. Para ese momento ya no tiene familia o algún pariente que se haga cargo de él en los últimos años de su vida o en la enfermedad. Ellos, que son hombres dedicados a dar consuelo, de pronto se ven solos y en soledad, sin más compañía que sus valores aprendidos durante su formación en el seminario y en el desarrollo de su vida sacerdotal. Tal vez por eso guardaba silencio cuando recibía reclamos o críticas por tender la mano a uno o unos hermanos suyos que estaban en ese difícil momento. Sin duda, un ejemplo para aquellos que abandonan a sus seres queridos cuando llegan a la última etapa su existencia. Él no lo hizo.
Trabajó incansablemente, tal vez no con el mayor acierto, pero con todo el corazón por cumplir con su propósito. Su deseo lo contagio a miles de fieles que, seguramente, seguirán trabajando para llegar a la meta de ver terminado el nuevo templo de la virgen y San Juan Diego. Sabía de sus limitaciones, pero nunca renunció a su compromiso. La apatía de muchos de nosotros la transformó en acción, en alegría y eso es nuestra mayor satisfacción.
Dicen que nadie es indispensable, pero las obras grandes, sin los hombres grandes simplemente no se concretan. Él formó a personas que darán continuidad a lo que empezó. Poco o mucho, aprendimos de él, de su terquedad, de su fe e infinita voluntad.
Seguro que vamos a extrañar a mi querido amigo el padre Alejandro.