Después de la revolución mexicana, considerada la primera revolución social en el mundo, los triunfadores no fueron los revolucionarios; antes bien, todos los hombres de armas levantados en contra del general Victoriano Huerta, sus seguidores y patrocinadores terminaron enfrentados entre ellos, llegando a perder la vida por diferencias irreconciliables como absurdas. Las dos muertes más sentidas como recordadas son la del general Doroteo Arango, alias “Pancho Villa” o “el centauro del norte”; y la de Emiliano Zapata, alias “el caudillo del sur”.
Venustiano Carranza también murió emboscado y asesinado; el general Álvaro Obregón fue ejecutado de manera pública, mientras el general Plutarco Elías Calles fue desterrado del país por uno de sus hombres más cercanos y a quien hizo presidente de México, el general Lázaro Cárdenas del Río. De la traición al presidente Francisco I. Madero y de la tortura a José María Pino Suárez no hay mucho que agregar, fueron cobardemente asesinados por un hombre alcohólico, adicto al poder, traidor y al servicio de los Estados Unidos.
Creado el Partido Nacional Revolucionario (PNR) e instituido el maximato callista (1928-1934) los ganadores de la consumación de la revolución mexicana, donde perdieron la vida más de un millón de mexicanos, fueron los políticos oficialistas que se apropiaron del poder público y del discurso de la revolución. Todo era y se hacía en nombre de la revolución, de Calles, de Obregón, de Villa y de Zapata. A este último atribuyeron todas las referencias reivindicativas de los más pobres y marginados, de los campesinos, con frases como “la tierra es de quien la trabaja” o “tierra y libertad”. De Calles se decía, a grito de plaza pública, que era el creador de instituciones, el hombre que dio fin a la etapa de caudillos para dar paso al partido de la revolución institucionalizada. Todo este tipo de lambisconerías adornaron los discursos del régimen presidencialista y del partido casi único y hegemónico.
Al natural desplazamiento de las generaciones controladoras del régimen, aparecieron los cachorros de la revolución. Fueron los sustitutos inevitables y nuevos herederos del discurso que los empoderaba. Esta sucesión garantizó la continuidad de los usos, abusos y costumbres del sistema político mexicano. La oposición no pudo romper esa apropiación del discurso de las causas del movimiento armado de 1910, hasta que del mismo sistema surgieron los neoliberales. Para ellos fue fácil, llegaron, ganaron el poder y sustituyeron al nacionalismo revolucionario y quienes lo representaban. No fue posible cambiarlos, por eso los desaparecieron. El PRI y sus sectores dejaron de significar algo, fueron colocados en el cesto de las cosas inútiles; mientras la reforma del Estado era impulsada con la lógica de las privatizaciones.
Al neoliberalismo lo combatió el Lopezobradorismo, movimiento que no es una ideología, sería un error pensarlo así. Es más que eso, una ideología divide, hay quienes la abrigan y la profesan y otros simplemente la rechazan. Mientras el Lopezobradorismo hizo coincidir a quienes difieren de la izquierda, pero aceptaron y se sumaron al movimiento que después se identificó como la 4T. Esto es significativo y verdaderamente trascendente, porque estamos ante la construcción de un nuevo discurso político que, además de ganar elecciones, transformó en su forma y en su fondo el ejercicio del poder en México. Los herederos naturales de esa fuerza política es el partido Morena, sus simpatizantes, militantes, cuadros políticos y gobernantes. A la vez, es la vía para incluir a quienes no son de la izquierda militante, pero que se identifican con la corriente de los gobiernos y causas progresistas.
El Lopezobradorismo es materia del nuevo discurso político y fundamento del nuevo régimen.